Myra Hindley, la asesina más odiada de Inglaterra
Myra Hindley ha muerto a los 60 años sin recobrar la libertad, y tras pasar entre rejas más de la mitad de su vida. Condenada a cadena perpetua en 1966 por el asesinato de dos menores y colaboración en la muerte de un tercero, de 17, 10 y 12 años, respectivamente, era la reclusa más odiada del Reino Unido. Estuvo encarcelada más años de los recomendados por el juez, pero el fervor popular bloqueó cualquier intento por procurar el perdón a una mujer que finalmente declaró en público su remordimiento por unos crímenes que hicieron perder la fe en la inocencia a muchos británicos.
Hindley se crió en una familia de Manchester, de pocos recursos económicos e historial de violencia. Aparentemente normal, practicante católica, su destino se torció al conocer, con 16 años, a Ian Brady. Según las minutas del juicio, los crímenes fueron producto de la perversa imaginación de Brady, quien todavía sigue en prisión. En 1987, ambos confesaron otros dos asesinatos, el de Pauline Reade, de 16 años, y Keith Bennett, de 12. Sus cuerpos todavía no han sido descubiertos. "Espero que se pudra en el infierno", ha comentado a la prensa la madre de Bennett.
Hindley nunca ha negado su responsabilidad en el fatal y cruel destino de los pequeños. Fue ella quien engañó a los menores para que se subieran a una furgoneta. Quien les condujo hasta su novio y observó cómo las víctimas eran torturadas, violadas, asesinadas. Su voz férrea, encolerizada, se escuchó en la vista judicial gritando a una niña de su vecindario que le pedía clemencia: "Cállate o te pegaré yo".
Desde entonces, a la pareja se le conoce como los asesinos del brezal, por la zona rural donde enterraron los cadáveres. Pero, en todo este tiempo, ha sido Myra Hindley, no su compañero de crímenes, quien provoca tanto odio entre sus paisanos. Quizá se debe a la fotografía policial de esa joven, de 24 años, de pelo corto teñido de rubio, mirada fría y aspecto imperturbable, que la prensa británica reproduce trimestre tras trimestre. Para el lector, Hindley no envejecía, ni suavizaba el carácter, ni completaba su rehabilitación.
Hindley también contribuyó a extender el odio. Guardó silencio durante dos décadas sobre los asesinatos de los dos pequeños desparecidos. Se negó, además, a informar sobre el paredero de los cadáveres y, cuando lo hizo, los familiares de las víctimas y gran parte de la opinión pública lo achacaron a una estrategia planificada para obtener su libertad.
La campaña por su excarcelación aún seguía en marcha. En la balanza a su favor pesaba la incongruencia de que sea el ministro del Interior, en lugar del juez, quien impone la duración de un castigo penal. Esta anomalía podría resolverse en una sentencia de los jueces lores, el máximo Tribunal de Justicia del Reino Unido, prevista en unas semanas. Llegará tarde para Myra Hindley, quien murió por deficiencias cardiaca y respiratoria el pasado viernes sin obtener la libertad que perseguía.-
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