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Columna
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Aznarín poeta, 1

Ya en su más tierna infancia, el Príncipe había mostrado singular inclinación por la poesía. Los tiernos villancicos navideños, así como las flores a María cuando mayo, pronto agotaban el repertorio para aquel trovadorcito, que buscaba más y más. Percatado del prodigio, su preceptor Fraga le había regalado aquel volumen de Las 25.000 mejores poesías de la lengua castellana, con un secreto pensamiento: si no le cabe este libro en la cabeza, no le cabrá el Estado. Mas le cupo. En apenas un mes memorizó Aznarín al completo tan hermoso caudal. Con lo que se echó de ver que algún día empuñaría el timón de la nave España, contra viento y marea, moriscos subsidiados, separatistas felones y sociatas inconexos.

Lo malo es que tenía un tanto dislocado el don de la oportunidad poética. Una brizna de sentido, situación la más aleve, le servían para endilgar una tirada de versos a su atónito auditorio. Que llegaba el panadero al chalé, allá que estaba el juglarcito en su ventana esperándole con las coplillas de Juan de Mena: 'Di, Panadera, panadera soldadera, que vendes pan de barato, cuéntanos algún rebato que te aconteció en la Vera'. Lo que motivaba que el preceptor hubiera de quitarlo de allí rápidamente, para librarlo de algún cantazo por parte del aludido. Y no lo hacía el infante por ofender al buen hombre, sino que la semántica del pan despertaba, ipso facto y por mera asociación, aquellos sencillos versos del poeta cordobés. Un otro día, y obediente como era a las recomendaciones de su instructor, buscó la manera de resarcir al pobre servidor del pan, con estas soleares: 'Juan panadero de España tuvo, cuando la perdió, que pasar la mar salada (...) Sol grande, estrella polar, Dolores de los obreros de la tierra y de la mar'. Se alegró muy mucho el repartidor del pan, que era de Comisiones Obreras, y en aquellos tiempos. No así el tal Fraga, que montó en cólera: ¿Pero de dónde has sacado tú los versos de ese comunista antiespañol? El tierno infante no sabía entonces lo que era un comunista, aunque lo barruntaba, pero sí ya lo otro. Atendió dócilmente las explicaciones del gallego, que se deshizo contra el autor -un tal Alberti, morisco por demás-, y la tal Dolores, la Ibarruri, peligrosísima revolucionaria. En su fuero interno, no obstante, Aznarín siguió pensando que aquellos 'dolores' del poema eran los de los buenos campesinos y marineros españoles en su duro laborar. Pues así, todo. Un día, a la llegada del cartero, se puso a recitar con gran sentimiento: '¡Ay de mi Alhama! Cartas le fueron venidas, que su Alhama era ganada. Las cartas echó en el fuego, y al mensajero matara'. El cartero, que era de la UGT, salió corriendo, pues algo había oído de las extrañas inclinaciones de aquel chaval. En la familia volvieron a quedar atónitos, tras comprender que algo no funcionaba en el fenómeno. Pero lo atribuyeron a poca experiencia de la vida. 'Con el tiempo irá afinando', sentenció el preceptor. Nada dijo de la extraña fijación por los poetas y los temas andalusíes en aquellos desvaríos poéticos.

Recordando todo esto, el Príncipe, ya en su despacho de timonel de la Patria, sonreía. Y mesándose el bigote, con parsimonia de estadista, tuvo una luminosa idea para resolver, por fin, el problema de la sucesión al trono. (Continuará)

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