Armas biológicas: letales y baratas
Y ahora una noticia de última hora. Nos informan desde las islas Malvinas de que una epidemia letal está causando estragos en Mount Pleasant, la base militar británica de la isla. Treinta y dos miembros del personal han fallecido en las últimas 24 horas y más de 100 están gravemente enfermos. Nuestras fuentes afirman que el pasado miércoles por la noche, todos los afectados asistieron a un banquete celebrado en honor del secretario de Defensa, de visita en la base, y que él mismo se cuenta entre las víctimas. El Ministerio de Defensa no ha emitido comentarios sobre este informe. La tensión crece en la isla mientras el Reino Unido se prepara para entregar el poder al Gobierno argentino. Muchos habitantes de la isla acusan a las autoridades británicas de no haber garantizado sus derechos civiles y políticos para el momento en que pasen a estar bajo el régimen argentino...'.
'Fabricantes de epidemias. El mundo secreto de la guerra biológica'
Wendy Barnaby Siglo XXI
Los investigadores están comenzando a comprender la estructura genética de los organismos, lo que permitiría modificarlos y convertirlos en agentes mortíferos más eficaces
Dirigidas contra los cultivos, las armas biológicas podrían utilizarse para debilitar la economía de otro país, posiblemente antes de un ataque con armamento convencional
Según cálculos del Congreso de EE UU, 10 millones de dólares permitirían a cualquier país hacerse con un arsenal considerable de armas químicas. El coste de un arsenal semejante de armas nucleares ascendería a 200 millones
Éste sería el tipo de noticia que se retransmitiría después de un ataque con armas biológicas. ¿Qué arma se habría utilizado? Diez miligramos de la toxina botulínica, vertidos en un gran contenedor de leche pasteurizada de la planta procesadora que abastece de productos lácteos a la base militar británica. Cada ración individual del helado fabricado con la leche del contenedor en cuestión contendría una generosa dosis de la toxina; a fin de cuentas, 10 miligramos son suficientes para matar a 25.000 personas. Los comensales sentirían náuseas y sufrirían vómitos, calambres, visión doble y parálisis muscular. Seguramente, la mitad de los intoxicados morirían. Echar la toxina en la leche no sería difícil para un trabajador decidido con acceso a la planta procesadora. Diez miligramos no son más que la quinta parte del peso de un clip para sujetar papeles.
La controversia suscitada por las armas biológicas viene de antiguo. En 1899 y en 1907, sendas convenciones de La Haya condenaron y prohibieron el uso de venenos y agentes patógenos en la guerra. La mayoría de las personas rechazan instintivamente este tipo de armamento y, además, se ha difundido mucho la idea de que carece de eficacia militar. (...) Ahora bien, cualquier estudio de la guerra biológica debería comenzar indicando que ésta se remonta a los mismos orígenes de los conflictos bélicos.
Una idea milenaria
La guerra biológica tiene una larga historia. Los persas, griegos y romanos de la antigüedad envenenaban los pozos de sus enemigos arrojando dentro cadáveres. El asedio de tres años de Kaffa (hoy día Feodosia) llegó a su fin en 1346, cuando los sitiadores tártaros decidieron lanzar los cadáveres de las víctimas de la peste por encima de las murallas de la ciudad para infectar a sus habitantes. (...)
Hoy día no es necesario recurrir a métodos tan burdos para transmitir enfermedades infecciosas a las personas, a sus ganados y cultivos. Los biólogos modernos saben qué organismos causan las diversas enfermedades y pueden cultivar las bacterias y demás agentes que las provocan. Los sistemas de transmisión empleados están especialmente diseñados para preservar y propagar los agentes infecciosos, y el contagio de personas y animales suele producirse por inhalación o bien por ingestión de alimentos y agua contaminados. También se puede recurrir a la inoculación directa mediante una inyección o la picadura de un insecto, o bien al rociamiento de las plantas o de la tierra donde se cultivan. Sea cual fuere el método de transmisión, esta clase de ataque suele considerarse excesivamente brutal.
La guerra biológica ha suscitado desde antiguo un fuerte rechazo. La ley brahamánica imponía la siguiente exigencia al guerrero: 'Al librar una batalla, no debe matar a sus enemigos con armas ocultas, provistas de púas ni untadas con veneno'. Los juristas romanos declararon: 'Armis bella non venenis geri' (es decir, 'La guerra se libra con armas, no con veneno').
El Protocolo de Ginebra de 1925 representó la culminación de los primeros intentos internacionales por regular la guerra biológica. Los países que lo negociaron tenían muy presente la experiencia de las armas químicas empleadas en las trincheras durante la I Guerra Mundial, armas que, según el Protocolo, habían sido 'justamente condenadas por la opinión general del mundo civilizado'. El Protocolo prohibía el uso de armamento químico y ampliaba la prohibición a 'los métodos de guerra bacteriológicos'. La convención internacional que se ha ocupado más recientemente de las armas biológicas afirma que su utilización 'provocaría aversión en la conciencia de la humanidad'.
Estos tratados internacionales reflejan el rechazo instintivo que suscita en nosotros la guerra biológica. La idea de matar mediante infecciones y enfermedades nos horroriza. Las bacterias y organismos similares, invisibles al ojo desnudo, se nos antojan especialmente amenazadores. Asimismo, resulta espeluznante pensar que la necesidad de respirar nos hace vulnerables a lo que pueda haber en el aire que inspiramos. Los soldados usan máscaras especiales de protección cuando se teme que puedan exponerse a ataques biológicos, pero la mayoría de los países no las proporcionan a la población civil. Los más vulnerables serían los jóvenes, los ancianos y los enfermos.
Para fabricar armas biológicas hay que comprender las enfermedades, sus causas y tratamientos, y qué medidas preventivas se pueden adoptar contra ellas. Y es la ciencia médica la que se ocupa de esto. La idea de que pueda invertirse el objetivo de la medicina para dedicarla a infectar y matar es atroz. Es una idea absolutamente opuesta a la ética médica, reverentemente conservada durante 2.000 años en el juramento hipocrático, que insta a los médicos a trabajar en beneficio de los enfermos y no en su contra. (...)
Ahora bien, el rechazo del armamento biológico no se fundamenta exclusivamente en motivos morales. También hay que tener en cuenta el arraigado escepticismo con respecto a su eficacia.
La razón principal por la que se pone en duda la utilidad de las armas biológicas es que han sido catalogadas como impredecibles e incontrolables. Y esto es así debido a los métodos por los que se transmiten. Para que se inspiren o ingieran, las sustancias patógenas deben liberarse en el entorno, donde quedan a merced del viento y de la luz solar, que pueden destruirlas o desviarlas de su objetivo. Esto supone que su eficacia puede verse limitada a una serie concreta de circunstancias. Pensemos, no obstante, que a pesar de que siga predominando la idea de que las armas biológicas son desdeñables desde el punto de vista militar, la corriente de opinión que pone en tela de juicio esta valoración va cobrando una fuerza creciente. Se argumenta, por ejemplo, que las dudas con respecto a la utilidad de estas armas puede ser una mera justificación del hecho de que el presidente Nixon renunciase en 1969 al considerable potencial ofensivo del que Estados Unidos disponía en este campo, limitando su empleo a propósitos defensivos. Si se deja de fabricar este armamento, se razona, hay que proclamar que no merece la pena fabricarlo.
Matthew Meselson, catedrático de la Universidad de Harvard que lleva mucho tiempo batallando para que se limite la proliferación y el uso de las armas biológicas, ha dado una interpretación muy distinta a la decisión de Nixon. Según Meselson, el programa armamentístico de Estados Unidos sirvió para demostrar la facilidad con que se producían las armas biológicas y la alta peligrosidad que entrañaban; y también que no habría manera de evitar que otros países las produjeran. Estados Unidos comprendió que su propio programa amenazaba la seguridad del país. En consecuencia, lo que pasó por ser un reconocimiento de la inutilidad de las armas biológicas, o bien un gesto altruista en favor de la paz mundial, respondió en realidad a un frío cálculo sobre la mejor manera de salvaguardar la seguridad de Estados Unidos.
También otros países tuvieron en cuenta ese potencial y pusieron en marcha programas de armamento biológico.
Países con armas biológicas
Se sabe con certeza que Irak y Rusia poseen armas biológicas. El descubrimiento de sus programas clandestinos fue el principal detonante que disparó la alarma con respecto a la guerra biológica en los años noventa. Los rusos reconocieron en 1992 que habían estado desarrollando un arsenal de armas biológicas pese a su compromiso de no hacerlo (de acuerdo con la Convención sobre las Armas Biológicas); y en 1995, a raíz de la guerra del Golfo, al fin se desveló el amplio programa armamentístico que Irak había desarrollado en este campo. Se sospecha que otros países también han desarrollado armas biológicas.
Una estimación realizada por los Servicios de Consultoría de Jane del Reino Unido sitúa en 16 el número de países que las poseen con toda certeza o con un alto grado de probabilidad, dejando en cuatro el número de países sobre los que se albergan dudas a este respecto. Los dos países cuya posesión de un arsenal de armas biológicas está demostrada son Irak y Rusia. Los 14 cuya situación no está absolutamente clara según los consultores de Jane son Bielorrusia, la República Popular China, Egipto, India, Irán, Israel, Corea del Norte, Corea del Sur, Libia, Pakistán, Suráfrica, Siria, Taiwan y Ucrania. Los cuatro en situación dudosa son Argelia, Cuba, Jordania y Kazajistán. Otro estudio realizado en 1993 por la Oficina de Valoración Tecnológica del Congreso de Estados Unidos identificó a Irán, Irak, Israel, Libia, Siria, China, Corea del Norte y Taiwan como los países de los que 'generalmente se afirma que poseen programas ofensivos de guerra biológica no declarados'.
Capacidad tecnológica
La lista resulta instructiva; incluye a países que no son ricos ni pobres y que poseen equipos científicos, pero no están en la vanguardia de la investigación. Los países de dichas características (más de 100 en 1988) tienen la capacidad tecnológica de crear armas biológicas, las cuales, comparadas con las nucleares, son de fabricación barata, rápida y fácil. La Oficina de Valoración Tecnológica del Congreso de Estados Unidos calcula que 10 millones de dólares permitirían a cualquier país hacerse con un arsenal considerable. El coste de un arsenal semejante de armas nucleares ascendería a 200 millones de dólares; y si fuera de armas químicas, a decenas de millones de dólares. De los datos presentados ante un equipo de expertos de la ONU en 1969 se desprendía que 'en una operación de gran escala contra la población civil, las víctimas costarían unos 2.000 dólares por kilómetro cuadrado empleando armamento convencional, 800 dólares con armamento nuclear, 600 dólares con gases nerviosos y tan sólo 1 dólar con armas biológicas'. (...)
El armamento biológico se ha denominado 'el armamento nuclear del pobre'. Es un medio barato de adquirir un potencial de destrucción masiva y los efectos psicológicos que éste comporta. La posibilidad de un ataque genera miedo en la población, el cual, a su vez, sitúa bajo presión a los líderes políticos y militares y modifica la planificación estratégica.
Las armas biológicas podrían servir para lanzar un ataque de represalia en gran escala contra la población civil. Podrían emplearse asimismo para trastocar el orden de un país, alterar los preparativos de guerra del enemigo o debilitar o aniquilar a las tropas enemigas. Los objetivos vulnerables a un ataque con armas biológicas son, entre otros, las concentraciones de soldados en áreas fortificadas, los destacamentos de fuerzas navales, los acuartelamientos y las bases militares. Dirigidas contra los cultivos, las armas biológicas podrían utilizarse para debilitar la economía de otro país, posiblemente antes de un ataque con armamento convencional. Las armas biológicas podrían utilizarse asimismo contra las minorías disidentes de un Estado, tal como Sadam Hussein empleó armas químicas contra la población kurda de Halabja en 1988. Los gobernantes dispuestos a recurrir a ellas probablemente no flaquearían ante la posibilidad de matar al mismo tiempo a otras personas.
Los ataques biológicos podrían servir para desbordar a las instituciones médicas ya sobrecargadas de un país en guerra. En enero de 1960, un ciudadano de Moscú afectado por la viruela contagió a 46 personas, tres de las cuales murieron. Las autoridades movilizaron inmediatamente 5.500 equipos de vacunación que vacunaron en una semana a 6.372.376 personas. Dispusieron asimismo que se mantuviera vigilado a cualquiera que hubiese estado en contacto con alguna persona infectada. Esto supuso registrar una amplia zona del país. Se localizó a 9.000 personas con necesidad de ser sometidas a supervisión médica, de las cuales 662 tuvieron que ser hospitalizadas. En 1947 hubo en Estados Unidos un incidente similar, cuando un hombre de negocios viajó de Ciudad de México a Nueva York en autobús. Se puso enfermo durante el viaje, mas a pesar de ello estuvo haciendo turismo en Nueva York durante varias horas, caminando por la ciudad y visitando unos grandes almacenes. Nueve días después moría de viruela. Había contagiado a 12 personas, dos de las cuales también fallecieron; como consecuencia de este brote de viruela, las autoridades sanitarias hicieron que se vacunara en pocas semanas a 6.350.000 personas sólo en la ciudad de Nueva York.
Cuando no hay hostilidades declaradas, las armas biológicas podrían servir para provocar lo que parecería un brote natural de una enfermedad. De esta forma, sería imposible culpar al perpetrador del ataque. Se han dado casos de ataques de esta índole sospechados, pero nunca demostrados. En los años setenta, por ejemplo, Cuba acusó a Estados Unidos de haber provocado brotes de moho azul en sus plantaciones de tabaco, de tizón en las de caña de azúcar, de fiebre porcina africana en sus ganados e incluso de dengue hemorrágico en las personas. Estas plagas no eran desconocidas en Cuba y resultaba imposible determinar si algunos brotes concretos se habían producido de manera natural o como resultado de un acto deliberado.
Éstos son, por tanto, los motivos por los que no debe considerarse que las armas biológicas son inservibles, poco prácticas o inutilizables. A esto hay que añadir el peso de algunos acontecimientos recientes y preocupantes en razón de los cuales el desarrollo de armas biológicas parece mucho más probable.
Uno de los escudos protectores contra los atentados biológicos ha sido nuestra incapacidad para imaginar su utilización indiscriminada contra la población civil. Este umbral psicológico fue traspasado en marzo de 1995, cuando la secta japonesa Aum Shinrikyo liberó armas biológicas en el metro de Tokio. Es más fácil pensar sobre lo que parecía impensable una vez que se ha vuelto realidad. Y a la vez que crece la amenaza del terrorismo, el desarrollo científico facilita más y más la producción secreta de armas biológicas. La industria biotecnológica que hoy florece en todos los países con una infraestructura científica razonable cuenta con el equipamiento necesario para fabricar agentes biológicos. No es necesario disponer de maquinaria ni herramientas especiales. En el capítulo 5 se analiza este punto más extensamente, pero queremos anticipar que la tecnología necesaria para fabricar armas biológicas es la misma que se emplea para inocentes propósitos agrícolas y médicos: la producción de pienso para el ganado o de vacunas y antibióticos. Y esto significa que las fábricas de armas pueden hacerse pasar por instalaciones civiles, un engaño sin duda muy deseable desde el punto de vista del productor. Ahora bien, el hecho de que sea tan sencillo camuflar la producción de armas biológicas pone de relieve que el equipamiento necesario no se sale de lo común y corriente. Por otro lado, los conocimientos requeridos están a disposición de cualquiera en la bibliografía científica. (...)
El éxodo de científicos soviéticos que siguió al desmembramiento de la URSS en 1991 también resulta intranquilizador. Se calcula que el 5% de los científicos soviéticos ha emigrado desde entonces, huyendo de la inestabilidad política y de una crisis económica que impedía que se les remunerase por su trabajo. La mayoría se han establecido en Estados Unidos, algunos en Israel, y a otros se les supone en países donde su experiencia habrá sido muy bien recibida y aprovechada para impulsar programas de armas biológicas.
Al mismo tiempo que los medios y conocimientos tecnológicos se difunden, está teniendo lugar otro desarrollo científico que puede convertir la guerra biológica en una opción mucho más flexible. Nos referimos a la ingeniería genética.
La ingeniería genética
Los investigadores están comenzando a comprender la estructura genética de los organismos y esto les ofrece la oportunidad de modificarlos y otorgarles nuevas propiedades; entre otras, las que pueden convertirlos en agentes mortíferos más eficaces. Los agentes infecciosos inestables y de acción lenta o los que perduran en el entorno podrían ahora transformarse en organismos controlados que muriesen al cabo de cierto tiempo o en determinadas condiciones medioambientales.
De esta forma, su especificidad aumentaría. Asimismo, podrían crearse armas biológicas que sólo afectasen a algunos grupos étnicos concretos. Sumadas a los avances mencionados anteriormente, indican que la amenaza de las armas biológicas es cada vez mayor.
Tras muchos decenios en los que apenas se les prestó atención, las armas biológicas han pasado a ser una prioridad en los planes internacionales de seguridad. El descubrimiento de programas secretos de armas biológicas en Irak, Suráfrica y la antigua Unión Soviética, la nueva pujanza del terrorismo y la difusión de la biotecnología, unidos a la amenaza a largo plazo de la ingeniería genética, han reavivado el interés por las armas biológicas en la década de los noventa. Superando el mito de su ineficacia en el ámbito militar, se las ha reconocido como un peligro mortífero muy real en situaciones específicas.
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