Fukuyama y los genes
En una historia de Unamuno, un viejo y docto profesor, en su lecho de muerte, le confiesa a su hijo algo que siempre había llevado muy en secreto: 'Me carga el Dante'. De modo que nadie se sonroje de decir que ni en su día ni después leyó El fin de la historia, famoso libro de Francis Fukuyama. Conocido el título y conocida la tesis, adiós París. Recordemos que, según Marx, con el fin de la lucha de clases y la consiguiente desaparición del Estado (por innecesario) termina la historia de la humanidad, pero empieza la del individuo, la del hombre completo en el seno de una sociedad comunal. Fukuyama, por su parte, conoce bien la llamada 'idea del progreso', pero su única originalidad consiste -o consistía- en situar el progreso en el cauce social, político y económico vigente: la democracia liberal y el mercado capitalista.
Resulta, sin embargo, que el liberalismo económico empieza a disolverse en dudas. Sin una intervención estatal cada vez más activa, el mercado se encontrará inerme ante el terrorismo internacional. Pero el poder público interviene además para limpiar la podredumbre de las cúpulas privadas y, lo que faltaba, para ponerle freno a los desmanes científicos. Podemos apostar a que el Estado seguirá ampliando su ámbito de actuación: un paso no muy lejano afectará a la explotación de una amplia gama de recursos naturales, como ya se hace parcialmente con algunos. No sé si todo esto está quebrantando la fe de Fukuyama en su peculiar fin de la historia, pues ni leo sus libros, ni me asomo a Internet y me estoy basando en un reportaje de prensa. Al parecer, en su último libro, este autor se refiere a un 'reinicio de la historia', si bien como amenaza; una amenaza que sólo puede ser anulada si el Estado se pone al timón. El peligro, gravísimo, tiene un nombre: biotecnología. Caray, pues no es nada tan nuevo. ¿No se había percatado de ello el autor cuando escribió El fin de la historia? Hace ya unos cuarenta años que la biotecnología se configuró como amenaza para nuestra especie, más allá de los razonables delirios de los Clarke y los Asimov. Por hablar de algo más amplio que la mera eugenesia, que después de Hitler tuvo años de auge en algunos países occidentales.
Tengo en mis manos un libro en su versión original, The biological Time Bomb, y en la castellana, La revolución biológica. El autor es Gordon Rattray Taylor y la primera edición salió en 1968. No es, ni mucho menos, único en su género. Ya entonces alumbraban técnicas biogenéticas que hoy son rutina, como los trasplantes; se había conseguido retardar la vejez en ratones. La congelación de semen ('llegará el día en que una mujer pueda darle un hijo a su propio bisabuelo'), la modificación de la herencia genética, la regeneración de órganos y la clonación de seres humanos completos, etc., eran cosas más que previstas, así como el debate sobre sus consecuencias sociales y cómo combatir las adversas. Significativamente, el último capítulo del libro de Rattray Taylor -intelectual biólogo y antropólogo- se titula El futuro, si lo hay. Fukuyama no ha descubierto la pólvora. (A partir de ahora, toda referencia a su libro, Nuestro futuro posthumano, la entresaco del reportaje de Álex Barnet, La Vanguardia). 'Advierte de un futuro en el que se podrán crear razas genéticamente escogidas o serviles, y pide una regulación con la prohibición de la clonación humana y de la elección de sexo'. La idea, en su fase más rudimentaria (cruzar a los más fuertes) es de Platón; y en su fase de momento más avanzada es algo anterior a Taylor.
Fukuyama, liberal en economía, se alinea con el bando conservador frente a la ciencia. Ante quienes piden poca o ninguna legislación, se une a quienes quieren mucha. Leyes que pongan límites a investigaciones, a experimentos y a la comercialización de productos y tecnologías. 'Hay que evitar que la industria contamine a la opinión pública con sus promesas y los gobiernos deben crear y regular organismos que vigilen'. Pues los riesgos son legión y Fukuyama no se olvida de incluir entre los mismos el uso del Prozac, que contribuye a formar una personalidad andrógina, uniforme y acomodaticia. Naturalmente, la biotecnología también tiene ventajas innegables, razón de más para adivinar quiénes serán los vigilantes.
Escribe Fukuyama: 'La naturaleza humana es irrenunciable porque nos da un sentido moral, nos provee de las habilidades sociales para vivir en sociedad y sirve como marco para las discusiones más sofisticadas y filosóficas sobre los derechos, la justicia y la moralidad'. Aquí resurge el hombre liberal. Pero la naturaleza humana es un invento según el cual, y sintetizando, la sociedad es un agregado de individuos. Contra esta tesis se alzaron por igual conservadores como Burke y Bonald y revolucionarios como Marx y Kropotkin. Los seres humanos no nacemos de pie, hechos y derechos con un legajo de leyes naturales bajo el brazo.
Para bien o para mal, esta guerra está perdida para los Fukuyama. Por encima del instinto de supervivencia de la especie humana, está el deseo de conocer, de abrir la caja de Pandora. Es comprensible que los filósofos griegos sintieran más interés por el conocimiento teórico que por la ciencia aplicada, pues esta última no les resolvería su insaciable búsqueda del ser y su esencia. Pero en una civilización plenamente científica y tecnológica, como la nuestra, gana siempre, si se quiere, la curiosidad de la mujer de Lot. Es la ley de Neumann: lo que puede ser hecho, será hecho. Es una compulsión irresistible. 'Si el hombre puede ir a la luna, irá; si puede controlar el clima, lo controlará'. Pero, ¿las armas nucleares? Indirectamente, están siendo utilizadas; el mundo sería otro sin arsenales atómicos y sin armas químicas de destrucción masiva. Y habrá clonación de seres humanos completos por el camino más corto, que parece ser el de las células madre embrionarias. Y habrá todo lo que de sí vaya dando la biotecnología. Una especie posthumana (si la vida perdura) y qué. No es que uno se alegre. Es la simple constatación de que todos los gobiernos y todos los Fukuyama de este mundo, no podrán ponerle puertas al campo. El ser humano aspira a desentrañar a Dios, aunque para ello tenga que dejar de ser humano. Hoy, el Aristóteles naturalista vencería al Aristóteles filósofo. Andaría embebido con los genes en un laboratorio legal o clandestino.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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