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Columna
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'Señoritos de mierda'

Sigo con la celebración del cincuentenario de la llegada de El Pijoaparte a la ciudad de Barcelona (octubre de 1952). Hoy toca hablar de Teresa Serrat y de sus amigos, compañeros universitarios. Cuando se publicó Últimas tardes con Teresa, la novela de Marsé, en 1966 (el año anterior había ganado el Premio Biblioteca Breve), mis amigotes solían comentar con desagrado, por no decir indignación, la burla que Marsé hacía en su novela de Teresa, de Luis Trías de Giralt y de sus compañeros universitarios, con su 'mala conciencia de señoritos'. Y es que mis amigos habían sido universitarios en 1956, habían salido a manifestarse a la calle, frente a los grises, y arrastraban una mala conciencia de señoritos que a algunos de ellos todavía le dura. Es curioso, pero en 1966 entre el público progre se habló más de la mala leche de Marsé / El Pijoaparte con los revolucionarios de 1956 que de la novela en sí, del claro y espléndido homenaje que Marsé rendía con ella a la novela francesa del XIX (cosa que, por otra parte, no tiene nada de particular, pues en aquellos años entre el público progre corría la frase de un crítico literario que decía así: 'En general, puede decirse que la novela del XIX fue poco inteligente'. 'Una de esas manifestaciones', dice Marsé comentando la frasecita, 'que a un autor le pesarán toda la vida, le perseguirán, le acosarán de noche como una pesadilla'. La frase, por si lo ignoran, era de Josep Maria Castellet -en su libro La hora del lector-, y contrariamente a lo que pensaba Marsé, no parece haber afectado demasiado a su autor: a Castellet me lo encuentro a menudo por mi barrio, y aunque anda algo encorvado no oculta su rostro y parece la mar de satisfecho).

Que El Pijoaparte viese a los estudiantes universitarios como 'unos domésticos animales de lujo que con sus algaradas demostraban ser unos perfectos imbéciles y unos desagradecidos', tampoco tiene nada de particular. Muchos obreros pensaban así (y no necesariamente de derechas). Lo que llamaba la atención era la manera como Marsé se ensañaba con esos universitarios. Marsé, como El Pijoaparte, no era uno de ellos -Marsé, de chaval, entró a trabajar en un taller de joyería-, pero conocía a algunos e iba a tomar copas con ellos. Los amigos de Teresa que aparecen en la novela con ella y El Pijoaparte en el bar Saint-Germain-des-Prés son lejanas caricaturas de Ricardo Bofill, de Salvador Clotas, de Álvaro Rosal, de Luis Goytisolo, autor de novelas objetivas, de...

El autor de la novela ejerce, además, de futurólogo: 'Con el tiempo', escribe, 'unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda' (le pregunté a Marsé quién era el premiado con un futuro político. '¿Salvador Clotas?'. 'No, ninguno', me dijo Marsé. 'Lo puse para no ser tan brutal').

El ataque indiscriminado a los universitarios de 1956 por parte de Marsé es algo que al lector que hoy lea la novela le dejará indiferente. Contrariamente a lo que cabía esperar, aquellos universitarios carecen de un futuro novelesco. Aparte de la novela de Marsé, ¿en qué otras novelas aparece esa gente? ¿En Momentos decisivos, de Azúa? Son otros, son más jóvenes. ¿En alguna novela de Manolo Vázquez Montalbán? Me temo que no, aunque no puedo asegurarlo (la última novela que leí de Manolo fue Asesinato en el comité central: no la terminé).

Alguna vez me he encontrado con uno de aquellos universitarios de 1956, de la novela de Marsé. Por ejemplo, me he encontrado con el Egipcio (en Correspondencia privada, de Esther Tusquets: (...) 'tus ojos exageradamente almendrados y oscuros, que te daban cierto aspecto oriental y hacían que en la universidad se te conociera a veces como el Egipcio'). Pero las mejores escenas de aquellos universitarios no las he pillado en la novela de Marsé ni en ninguna otra. Las he pillado en la vida real: el famoso editor del pecé, disfrazado de pingüino, bailando el día de su boda Rosó, flor de la meva vida, en el desaparecido hotel La Rotonda, o bien la brillante fast-thinker del periodismo barcelonés yendo a almorzar a casa de sus suegros con sus hijos ataviados con sendas camisetas de Comisiones Obreras. El pobre suegro los miraba aterrado: había pasado la guerra preso en una checa. (continuará).

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