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DE LA NOCHE A LA MAÑANA
Columna
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El dolor del espectáculo

Una cosa es cumplir el duelo terapéutico ante una tragedia sobrecogedora y otra distinta la obscenidad de cebarse en ella para reproducir las imágenes televisivas de mayor impacto emocional

Rituales

Nada más terrible en televisión que el deleite morboso por los dramas disfrazados de temas de interés humano, el regusto por el fango que tanto entretiene a psicoanalistas y espectadores. La sesión televisiva del pasado miércoles fue modélica. Ni siquiera el tono luctuoso de la locución, en cualquier cadena zappeada conseguía desvanecer la sospecha del regodeo en tanto empacho informativo, y raro sería que los niños de once años de este once de septiembre no deseen ser bomberos de mayores, noble profesión. Al cumplirse un año del 11-S conviene sugerir que, en efecto, la tragedia no se limita al derrumbe de las Torres Gemelas, pero que tampoco puede servir de pretexto para alardear durante horas de buenos sentimientos ni para colar de matute la gloria de un patriotismo de velitas de aniversario donde anidan los bombardeos sobre Irak. Y encima Yoko Ono quiere hacer un documental por la Paz en el Mundo.

Sensaciones

A veces la impresión acerca de un instante se convierte en certidumbre de un suceso más o menos próximo, una especie de dejà vu trastocado que parece llevarnos de la mano hacia el territorio inmóvil de las vísperas. Sartre decía de Camus que su narrativa se parecía mucho a una sucesión de presentes sin historia verdadera, y algo parecido ocurre con esa procesión de vísperas en que tantas veces viene a quedar el discurso del tiempo. Se espera algo que se cumplirá sin remedio por el azar del calendario para esperar a continuación otra cosa que llegará del mismo modo. Por lo mismo que el deseo excita más que su satisfacción, el suceso anticipado segrega más adrenalina que el acontecimiento que con tanto fulgor anuncia. En la topografía de las vísperas reside una emoción expectante que el suceso reducirá a cenizas. Como el otoño, por ejemplo, añorado en agosto y convertido en apenas dos semanas en un engorro prescindible.

Conmemoraciones

El gusto por las conmemoraciones debe estar ligado a la pulsión repetitiva del niño que le lleva a fijar las pautas más señaladas de su aprendizaje, y en los adultos parece inseparable de la alegre ilusión de permanecer vivos. En realidad, más allá de los actos que se organicen a propósito de cualquier conmemoración, al suceso que así se rememora se le adjudica la facultad de hurtarse a los dictados del tiempo y se le añaden por lo común otros efectos multiplicadores de la memoria. Por eso resulta imposible no añadir algún elemento de actualidad a la conmemoración, pues de lo contrario sería innecesaria, y por eso también cuando días pasados se rememora la muerte -y la vida- de un emblema tan característico como Marilyn Monroe se añaden a la persistencia del mito las consideraciones más diversas sobre la propia experiencia personal, incluso -y es lo más curioso- en boca de quienes no habían nacido en la muerte de esa chica que sólo estaba bien en la pantalla que la hacía grande.

Bodas y comuniones

Lo peor de todo es la cantidad de gente que cada vez más habla en prosa sin saberlo. Más allá de la curiosa vestimenta de los invitados a la pasarela de El Escorial, auténtica pesadilla incluso para el diseñador más hortera, está el asunto de un jefe de gobierno en retirada que casa a su hija intermedia como a una reina. Hasta es posible que la crónica de su retirada anunciada cuente entre sus propósitos el de hacer de rey en la boda de su princesa. Más que el fasto público, salvo que estemos ante unos padres de carácter demostrativo -ya que la recién casada es inocente hasta que se demuestre lo contrario- llama la atención esa ostentación de mal gusto, ese desfile estúpido de los invitados por el patio haciendo bromas de casino, esa mala sombra profunda de una derecha única retratada en la cutre ceremonia de un suceso desprovisto de toda intimidad.

Las fosas comunes

Quienes no olvidan la cartografía de lo ocurrido no tienen duda alguna a la hora de señalar el lugar preciso donde aúllan los restos mal sepultados de las personas a las que Franco y los suyos hicieron fusilar de urgencia. Cualquier campesino o médico rural que haya vivido lo bastante puede indicar con certidumbre de agrimensor la vaguada o el barranco donde los asesinados fueron enterrados y revueltos sin contar con su permiso. Pero no es eso lo que llama la atención. Lo terrible es que algunas imágenes televisadas muestran el encuentro de la pala excavadora con el fémur republicano ante la mirada expectante de cuatro o cinco ancianos que todavía esperan la resurrección de sus muertos en esa confusa descubierta de montones de aterrados huesos desordenados. Y el alcalde de Castellón, un tal Gimeno, haciendo el elogio funerario.

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