_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El otoño de los plebeyos

Cuando pronunciamos esa palabra, aventura, solemos pensar en viajes prolongados, en destinos remotos, sin itinerarios previstos, sin rutinas ni derroteros trazados. Le damos un gran valor a lo que dicha voz significa, sobre todo porque apreciamos esas circunstancias excepcionales que alteran lo ordinario, que nos exaltan y que nos ponen en riesgo. Necesitamos la rutina, el principio de realidad dictaminado por Freud, pero la existencia fija y acomodada y previsible acaba pronto por agostarnos. ¿Qué podemos oponer al tedio? Hubo un tiempo en que grandes partes del globo permanecían inexploradas: eran incógnita y enigma, la cifra misma de lo desconocido. El otoño de ese período fue el largo siglo XIX, cuando el reparto colonial del mundo era ya prácticamente definitivo. Fue también en el ochocientos cuando floreció un género narrativo ya antiguo, pero que por entonces prolongaba y daba sentido a las peripecias de los colonizadores, de los exploradores, de los traficantes, de los misioneros y de los cazadores de fieras. Me refiero, claro, a las novelas de aventuras, relatos viajeros, protagonizados siempre por animosos caballeros que se aplebeyan en el trance.

Pertrechados con toda clase de atavíos y auxiliados por algunos silenciosos secundarios (porteadores, etcétera), avanzaban dominados por una idea fija, obcecados por la meta que los guía: era el objetivo del viaje, su justificación, casi siempre un rescate o un logro científico. Afrontaban riesgos, amenazas, y se oponían bravamente a los peligrosos villanos que los acechaban, aunque principalmente se sobreponían a unas aprensiones propias de caballeros victorianos. De aquellas aventuras temerarias nos han quedado un puñado de deliciosas novelas, excitantes, entretenidas, grandiosas novelas que nunca han formado parte del canon ni tampoco de la exaltación evocadora de los columnistas más refinados, esos que hacen pirotecnia literaria cuando escasean las ideas: soberbias narraciones en que lo excepcional, lo inaudito y lo ignoto son alivio del otoño, de la rutina y de la molicie en la metrópoli. Hoy, cuando la existencia en las grandes ciudades sigue siendo frecuentemente tediosa, añoramos aquellos viejos, aquellos buenos tiempos que se perdieron con el advenimiento del siglo XX. Los periplos actuales, tan cuidadosamente preparados, tan exquisitamente ideados, sólo son un lejano remedo del grand tour burgués o un pálido reflejo de los viajes interoceánicos, de las travesías arriesgadas en que se aventuraban los victorianos eminentes, y suelen discurrir para nuestro descargo por itinerarios previstos. Echamos en falta, sin embargo, esa aventura física, esas geografías indómitas e insólitas, pero sobre todo deploramos que se pierda la principal lección moral que se desprende de aquellas narraciones: el coraje de quien se aplebeya enfrentando el miedo, el viaje como formación y temple del espíritu, como experiencia que curte el alma para el otoño de la vida, que tonifica la voluntad muelle, que nos obliga a mostrar humor, trato solidario y audacia frente a las penalidades y la muerte. Jóvenes que fueron tímidos y taciturnos burgueses, pendencieros o arrogantes, acababan sobreponiéndose, arrostrando peligros, dando pruebas de generosidad, de eficacia e inteligencia, demostrando músculo, nervio, olfato y camaradería. Tal vez lo que les hace falta a tantos de nuestros muchachos, tal vez aquello de lo que más carecemos nosotros mismos. Sí, ya sé que son relatos políticamente incorrectos, que siempre están protagonizados por hombrecitos y que sus virtudes se tienen por viriles y occidentales. Pero, ah, amigos, qué muchachos, qué arrojo, qué relatos. Les pido que sean condescendientes, que suspendan de momento sus reproches dengosos y que retengan lo fundamental: el recuerdo de esas cualidades rudas y plebeyas que fortalecían a aquellos aguerridos viajeros, esas virtudes que encallecían a aquellos molzalbetes tiernos.

Ahora empezamos el curso. Dejamos atrás estancias y desplazamientos veraniegos, exóticos, paradisíacos, como rezan los prospectos turísticos. Dejamos atrás lecturas finísimas de las que alardeaban ciertos políticos de campanillas y libros exquisitos que citaban algunos columnistas de estilo bombástico. En dos palabras, regresamos a lo cotidiano. Justamente por eso sería bueno que nos hiciéramos con alguna de dichas novelas de aventuras, alegorías de la vida buena y valiosa: podríamos internarnos, por ejemplo, con Henry Rider Haggard en las minas del Rey Salomón, un relato deliciosamente ingenuo, intrascendente e incorrecto; o adentrarnos con Conan Doyle en el mundo perdido del Amazonas, la muestra más irónica y crepuscular del género. Dicen que son historias archisabidas, porque muchos creen conocerlas sin haberlas leído, sólo a partir de su traslado cinematográfico. Dicen que son novelas juveniles, estivales, escapistas e incluso vulgares, novelas con las que jamás harían ejercicios de estilo los articulistas más esforzadamente literarios que frecuentan los periódicos. No se incomoden: arrebátenselas a sus hijos, léanlas o vuelvan a leerlas, ahora que se avecina el otoño, y verán cómo les proporcionan alivio plebeyo para después del verano, pistas e indicaciones para desenvolverse corajudamente en ese viaje hacia el invierno y lo ordinario en que ahora nos aventuramos. Et tout le reste est littérature.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_