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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Desencuentros

Las exposiciones de arte se definen por lo que excluyen tanto como por lo que incluyen. Y aunque esta afirmación no sea ninguna ley universal ni nada que se le parezca lo cierto es que puede aplicarse sin ningún problema a Traslaciones, España-México. Pintura y Escultura, 1977-2002, donde probablemente son todos los que están pero donde falta sin duda la presencia perturbadora de Santiago Sierra. Decir España y decir México, es nombrar los términos tanto de una entrega como de un desacuerdo histórico que dura ya más de cinco siglos, de los que como en los viejos matrimonios no pueden prescindir ni España ni los herederos actuales de la que fuese la joya de la Corona por excelencia: el virreinato de la Nueva España. Sólo que este asunto, amoroso y conflictivo, crucial en cualquier caso, puede interpretarse y ponerse en escena de varias maneras, y la manera como se ha hecho en esta exposición delata sus propios límites con la exclusión del único artista joven que hoy une efectivamente a México y España, porque siendo español, madrileño precisamente, vive y trabaja muy a gusto en la Ciudad de México, Distrito Federal. Y sin embargo, el comisario de la exposición, Miguel Cervantes, no lo tomó en cuenta para nada.

TRASLACIONES, ESPAÑA-MÉXICO. 1977-2002

Círculo de Bellas Artes. Marqués de Casa Riera, 2 Madrid Hasta el 29 de septiembre

No ignoro que por esta

reivindicación pueden acusarme de exageración, de sospechosa parcialidad e inclusive de incompetencia: Santiago Sierra no es un artista, es un provocador, cínico y anarquista, que va por el mundo montando espectáculos deprimentes, a cuenta de esos trabajadores, inmigrantes o no, que por el salario del miedo son capaces de dejarse encerrar durante jornadas enteras en una caja, de masturbarse delante de una cámara de vídeo o de permitir que tatúen en sus espaldas una raya cruenta. Entonces, ¿qué carajos pinta Sierra en una exposición donde ciertamente están representados los mejores artistas de ambos países? No todos, desde luego, que en ningún lugar cabrían, pero sí la abrumadora mayoría de los que reciben el beneplácito unánime de la crítica de aquí y de allá, desde Miró, Tàpies, Chillida, Gordillo y Juan Muñoz, en España, hasta Tamayo, Cuevas, Vicente Rojo, Gironella, Toledo o Gabriel Orozco, en México.

Cierto. Pero la inclusión de Sierra habría puesto la cuota de turbulencia que hace falta en una exposición colectiva que quizá porque ha sido promovida tanto por el Gobierno de España como el de México, para celebrar los 25 años del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países, ha adoptado un tono excesivamente moderado.

Hernán Cortés conquistó el imperio azteca, el cura Morelos promovió la rebelión contra la Corona española, Benito Juárez se levantó en armas contra el imperio impuesto en su propia tierra por Napoleón III, y ordenó el fusilamiento de Maximiliano y Carlota en Querétaro, la revolución mexicana expropió a los latifundistas criollos herederos naturales del virreinato y su último líder importante, el general Lázaro Cárdenas, aparte de proveer de armas a la República, negó el reconocimiento diplomático al régimen de Franco, se lo concedió al gobierno republicano en el exilio y abrió de par en par las puertas de su país a los refugiados españoles, cuyo aporte a la formación de la cultura moderna en México es realmente incalculable.

Entre tanto, el reino de Es-

paña experimentó todas las vicisitudes históricas que conocemos y sus artes padecieron tantos o más conflictos que los que padeció el arte en México, atrapado en los años cincuenta y sesenta en una áspera reyerta entre los muralistas y los modernos, y de esos acontecimientos, sin embargo, apenas podemos tener noticia en esta exposición. Allí todo es mullido, silencioso como los pasos de los cortesanos asordinados por gruesas alfombras palaciegas. Allí el arte no se despliega ante los ojos del visitante como 'un testimonio revelador', tal y como lo propone el secretario de Estado Miguel Ángel Cortés en un texto suyo incluido en el catálogo editado a propósito de esta exposición. Allí el arte es sólo contemplación estética, apasionamiento personal, lírica, individuación extrema y al límite solipsismo. Y está bien que así sea, pero ¿por qué no le dio a Santiago Sierra, o a cualquier otro artista de su mismo registro, la oportunidad de perturbar esa música de las esferas con las chirriantes disonancias propias del mundo que en el último cuarto de siglo nos ha tocado vivir?

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