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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El miedo creador

El miedo no puede ser tan malo, si nos lo dio la Madre Naturaleza; y nos dio una provisión inagotable y variada; a los más indefensos les dio más, y se cuidó de que a nadie le falte, o a casi nadie: a los temerarios tenemos motivos para admirarlos, pero en general no querríamos ser como ellos. Además al miedo lo cultivamos, y cuanto más civilizados nos volvemos más cuidado tenemos en mantenerlo vivo. Hoy que vivimos rodeados de salvaguardas de alta tecnología, el miedo se ha vuelto una próspera rama de la industria cultural. Hay una paradoja ahí; la civilización que se ocupó, con un inmenso gesto de ingenio y trabajo, de disipar los miedos de la humanidad, usa los más sofisticados recursos del arte para recuperar el miedo más primitivo, en una especie de carrera contra sí misma.

Habría que reconocer la utilidad del miedo y añadirlo a los instrumentos de conservación de la especie

Habría que reconocer la utilidad del miedo, y ponerlo en la lista de los instrumentos de adaptación y conservación de la especie. Nos sirve para apartarnos de lo que nos daña, antes de que el daño se produzca. Lo compartimos con todos los animales, y en ellos esa anticipación es un atisbo de pensamiento, quizá la esencia misma del pensamiento. Como los hombres disponemos del pensamiento propiamente dicho para anticipar circunstancias peligrosas, el miedo se hace superfluo; su función debería quedar a cargo de la Razón, y lo hace realmente, al menos en la gente razonable; pero aun así persiste, y se vuelve un huésped incómodo, con el que convivimos a fuerza de vergüenza, culpa y excusas.

Debe de haber algún motivo

para que carguemos con ese resto arqueológico del pensamiento, aun con el pensamiento en funciones. Creo que el miedo nos sirve para combatir las incertidumbres del porvenir. Al adelantarse al daño futuro, el miedo crea el futuro. La mordedura de un perro nos lastima, y hasta puede matarnos; pero con el miedo a los perros nos adelantamos al dolor y la desgracia, los transformamos en un evento de la imaginación, y en cierto modo nos ponemos al mando. Ahí también hay una paradoja, y más escandalosa: usamos el miedo para combatir el miedo. Debe de ser porque el tiempo, ese misterio que derrota a nuestro pensamiento, nos produce un miedo mayor que todos los miedos. Gracias al miedo le damos forma a lo desconocido que nos acecha, y lo que tiene forma ya no es tan terrible. Con el miedo le ponemos límites a la proliferación de los posibles, y si elegimos los peores es para exorcizarlos. Esas ficciones exigen un trabajo de imaginación y verosímil que nos vuelve artistas, artistas del miedo, artistas a secas. Ya estamos haciendo literatura. Y la creación literaria a su vez se contamina de las ambigüedades deseantes del miedo.

Fue una poeta, Alejandra Pizarnik, la que llevó más lejos esta lógica al escribir su propio epitafio: 'Sucedió lo que yo más temía'. Y no se refería a la muerte, que se dio por mano propia, sino a otra cosa, de la que buscó el nombre y la forma a lo largo de toda su vida y su poesía. No los encontró, porque justamente el secreto de esa combinatoria pesimista es que no tiene nombre ni forma, es la pasión del miedo en estado puro. La huella de esta busca fue su hermosa e irrepetible obra poética, y me pregunto si todo acto creador, cuando surge de una experiencia auténtica, no será una alianza con las potencias demiúrgicas del miedo.

La pasión del miedo tiende a

cubrir la vida entera, desde sus orígenes. El miedo a la oscuridad, en el que tengo sobrada experiencia, me remonta siempre a la infancia. De niño tuve miedo, y es bastante lógico que lo tuviera. De hecho, me pregunto cómo no tuve más, cómo me las arreglé para sobrevivir al miedo. Pero una vez que sobreviví, ¿para qué seguir teniéndolo? El anacronismo da una vuelta perversa, y al mismo tiempo que se adelanta al porvenir retrocede al sustrato infantil de la personalidad. Creo que se puede generalizar: en todas sus formas, el miedo es algo que se conserva. No está en el presente donde lo sentimos, es un efecto flotante cuyas causas están en otra parte, latentes e inubicables, dándonos una perspectiva deformada de la extensión de la vida.

Cada escalofrío es un gesto de lealtad al niño que fuimos. Lo que más tememos, al fin de cuentas, es no poder inventar miedos nuevos. Cada vez que encontramos uno, lo rastreamos hasta el comienzo de nuestra existencia, y ahí lo encontramos, implacable e intempestivo, como una confirmación de identidad. Es como si el círculo ya se hubiera cerrado, y toda invención no hiciera más que completar una figura decidida de antemano. La muerte no tendrá problemas en reconocernos, cuando llegue el momento, porque a través de todas las idas y venidas por el laberinto del tiempo, y de todas las transformaciones del capricho y la fantasía, esa fidelidad nos delata.

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