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Columna
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Rebelión contra las convenciones

El nombre del pintor oscense Antonio Saura (1930-1998) se ha hecho moneda corriente en estos días entre los aficionados bilbaínos a las Bellas Artes. Por un lado, el Guggenheim ha adquirido dos obras suyas -recibiendo como donación por parte de la familia del pintor otras dos- y por otro lado, en el Ilustre Colegio de Abogados del Señorío de Vizcaya (Bilbao, Rampas de Uribitarte, 3) se muestran 10 litografías de la serie abierta, editada en 1989.

Cofundador del grupo El Paso en 1957, fue quien lo ideó, quien le proporcionó sus elementos doctrinales y el que, llegado su momento, le extendió su partida de defunción en 1960. Artista de renombre internacional, su obra ha sido estudiada en libros por un gran número de críticos e historiadores de arte. Vayan como ejemplo un par de escuetos pasajes en torno a Saura: 'La fuerza de un temperamento apasionado que se rebela contra las convenciones de la experiencia' (Karin Thomas). 'Sus trazos gestuales dejan libre el espacio que actúa por el contraste que ofrece una superficie inerte, frente a la vehemencia de la pincelada, exaltando los característicos desgarros de la figura' (Aldo Pellegrini).

Mientras llega el momento de ver las obras de Saura, pertenecientes ya al Guggenheim, para poder juzgarlas con sumo detenimiento, nos conformamos con analizar lo que ofrecen plásticamente esas diez litografías. Con ser de valor cuanto atañe a la técnica de la serie, aún consideramos más lograda la manera de conseguir una variada y sutil distribución de los temas. Vaya eso por delante.

En una pieza donde abundan las figuras de homúnculos, gusanos, insectos, todo ello divertidamente caricaturizado y esperpentizado, se insertan colores azules como predominio, junto a rojos, amarillos y naranjas, en tanto se deja el blanco del papel como fondo. Los trazos negros rematan los límites. En esa obra la colocación de las piezas en el espacio tiene un cierto orden vertical. Si pasamos a otra pieza con parecidos elementos temáticos, formales y hasta con los mismos colores, advertiríamos que lo que varía es la distribución espacial de las figuras, las cuales deambulan más caprichosas y azarosamente libres.

Y en cuanto a la profusión de rostros -con la multiplicidad obsesiva de ojos desorbitados y bocas descompuestas y agresivas, propias de la marca sauriana-, también se verifica la persistente repetición en unas cuantas litografías. Varía la colocación de los fragmentos en los que están inscritos esos rostros. A una distribución más o menos armoniosa se le opone otra obra mucho más caótica. E incluso se impone una variación añadida, y aún de mayor importancia, como es el que esos rostros representados sean de mayor o menor tamaño. En tanto los de mayor tamaño dejan ver los rostros como una evidente destrucción progresiva de la forma, a partir de la vivencia del gesto desgarrado, en los más pequeños apenas se percibe valor gestual alguno digno de tenerse en cuenta.

Más simples y directas son las dos litografías, con fondo negro una y con fondo blanco otra, donde deambula una plétora de aniñados lúdicos trazos grises y negros, respectivamente.

Mas reparemos en lo concerniente a la gestualidad de los trazos. Observemos cada uno de los que cierran o envuelven los rostros e incluso los de cualquier figura, sea grande o pequeña. El artista los gestualiza de modo violento, tajante, sin reparar que en algún momento del trayecto ese trazo -que va alternado con la gestualidad de cuño curvilíneo-, se torna recto y duro. A él le importará por encima de todo la descarga emocional que va implícita en ese latigazo. ¿Y a nosotros? Posiblemente ese trayecto recto y duro se nos antoja molesto, chocante y hasta hiriente, si lo comparamos con las cadencias bruscamente aterciopeladas, sinuosas y maestras que percibimos en las muñecas de los mejores gestualistas de los últimos cincuenta años.

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