Koltès, siempre hacia el Oeste
Uno. Quai Ouest fue la pequeña espina de Koltès, su 'obra-problema'. Cuando Chéreau la montó en Nanterre, los críticos la masacraron. A Carme Portaceli tampoco le fue demasiado bien cuando la estrenó en España, en castellano. Ahora Sergi Belbel ha probado suerte de nuevo, como director y traductor -Moll Oest- en el Romea, dentro del festival Grec, y ha hecho diana: éxito de público y de crítica para un montaje muy bien tensado, con un espléndido reparto. La obra, sin embargo, sigue siendo desequilibrada, 'problemática'. Moll Oest es apasionante, como todo Koltès, pero no me parece su mejor función. Es un texto de amalgama, de búsqueda, de 'transición'. Como el Self-Portrait de Dylan, o el Aftermath de los Stones. Todas las piezas de Koltès están entrelazadas: cada una contiene o anuncia la siguiente. En esta comedia negra hay una clara voluntad de explorar la coralidad y la atomización, que alcanzarán su cumbre en Roberto Zucco, y el humor absurdo, exasperado, que le llevará, subvirtiendo las claves del teatro de boulevard, a Le retour au desert, que Anna Lizarán quiere hacer en el Lliure. Koltès quiso que sobre Moll Oest flotara un aire de comedia picaresca, y juntar, como Shakespeare, lo trágico y lo grotesco en un mismo vuelo. Quería que la gente riera y luego se le helara la sangre y luego volviera a reír, pero tanto él como Chéreau fracasaron en su empeño, porque la función fue recibida como un auto sacramental.
Lo mejor de su primera parte es que apenas le hacen falta 'historias', intriga, para mantenernos interesados. Le basta con ese lenguaje hiperconstruido, 'elevado', que sabe saltar sin red (Shakespeare, de nuevo, siempre) de lo sagrado a lo profano, que sabe ser poético sin dejar de ser divertido y sorprendente: los monólogos de Monique, la secretaria pija, loca de amor, perdida en las tinieblas; el acoso sexual de Fak a Claire, un lobo sofista y una caperucita esquiva; las maquinaciones de Charles, un perro rabioso que quiere cruzar el río y cambiar de cloaca. Todo funciona muy bien mientras los personajes desean. En la segunda parte, la cadena de intercambios para cumplir sus deseos se hace mecánica, fatigosa. Es entonces cuando descubrimos que nos da igual si alcanzan o no sus objetivos: si Koch se suicida, si Charles escapa, si Fak se tira a Claire, si la vieja Cécile consigue el visado de residencia. A Koltès tampoco parece interesarle demasiado, y ese desinterés se contagia. Ha utilizado los objetos de deseo como meros detonantes para elevar las cometas mentales de los personajes y mantenerlas en el aire, pero en esa segunda parte se ve obligado, digamos, a resolver argumentalmente, como si en su cabeza hubiera entrado un script-doctor: 'Haga avanzar la acción. Desarrolle la psicología de los personajes. Entrelace las historias. Utilice los elementos. Sea usted profesional'. Sí, quizá esté ahí el problema, y apostaría a que Koltès era consciente. La intriga era mínima en Combat de nègre et de chiens, y volverá a serlo en Dans la solitude des champs de coton, su obra maestra, donde el tema del deal, del intercambio, se despoja de las exigencias argumentales para quedarse con lo esencial: el lenguaje como arma de agresión y defensa; el lenguaje revelando a los personajes, más allá de la acción, de los deseos 'concretos'.
Dos. El montaje de Belbel ha de pechar con esa segunda parte y con el difícil espacio que pide la obra: reinventar ese hangar poblado de voces, de trampas, de luces y sombras, donde el espectador ha de encontrarse tan perdido como los personajes. Moll Oest pide a gritos cualquier espacio menos el de un teatro a la italiana, y en el Romea, por mucho que hayan recubierto la platea con un falso techo agujereado y roñoso, los paseos de los actores entre las filas del patio de butacas nos 'sacan de situación' una y otra vez. Aun así, estamos ante uno de los mejores montajes de Belbel, y una de sus mejores traducciones. A Koltès le hubiera encantado, porque el texto fluye admirablemente, sin falsas profundidades, sin 'pesar' las palabras; el ritmo no decae y las ironías del lenguaje están perfectamente colocadas: sin subrayados, en el punto justo. Los actores, especialmente los más jóvenes, rebosan energía y timing: sólo les falta gritar un poco menos (o recordar que llevan inalámbricos) para que la felicidad sea completa. Charles es Jordi Boixaderas, siempre eléctrico, siempre seguro y verdadero, y aquí más cercano que nunca a Tim Roth. Monique es Laura Conejero, una de nuestras mejores actrices de comedia: alucinada, veloz, siempre al borde del ataque de nervios, divertidísima. Las 'revelaciones' de Moll Oest son Pau Durá, que impregna a Fak con la malicia inquietante de un bufón shakesperiano, un Touchstone del arroyo, y Mireia Izquierdo, modulando sin un tropiezo la confusión vital de Claire. También hay que resaltar la opción de Lluís Soler, rechazando ennoblecer, sentimentalizar a Maurice Koch, el rico en desgracia que llega al Muelle Oeste para morir, para borrarse, haciéndolo banal y turbio, y el aura de amenaza latente del silencioso Abad (Babou Cham), que aterroriza a la parroquia cada vez que empuña su incongruente Kaláshnikov. He dejado a los seniors para el final: los padres, Rodolfe y Cécile, los personajes más locos de la función. Rodolfe es un Roberto Quintana muy convincente, a años luz de su composición, un poco a lo Antonio Martelo, de Pedro Crespo en el Alcalde de Belbel. Julieta Serrano tiene en sus manos el bombón que Koltès le escribió a María Casares: interpreta a Cécile con su poderío habitual, pero, a excepción de su conmovedora muerte -monólogo en quechua incluido-, se le nota demasiado el esfuerzo de su composición: el día que esta mujer libere del todo a la salvaje que lleva dentro temblará la platea.
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