Historia de verano
Paloma era de armas tomar, pero lo supe demasiado tarde. La culpa fue del traje de baño, porque no es lo mismo clasificar a una mujer cuando va por la calle Colón, maquillada y con los abalorios puestos, que haberla conocido en bikini mientras tomaba el sol en la playa de la Malva-rosa. Me pareció muy guapa. Rubia de bote, eso sí, pero de bote caro, no de esas porquerías que venden en Mercadona para teñirse el pelo en casa. Le eché unos treinta años bien llevados y me fijé en sus dientes, que para eso soy dentista: sanos, blanquísimos, sin sarro ni periodontitis. La cosa prometía, ya que encima, cuando le pregunté cómo se llamaba, me dijo en un susurro que Paloma y yo le contesté que Paloma es un nombre que invita a volar. 'Contigo, claro'. Se rió con ganas de mi ocurrencia y entonces aproveché para observar que no llevaba empastes en las muelas. Extendí la toalla sobre la arena y me senté a su lado.
'¿Me permites?', añadí.
'La playa es de todos', contestó.
Esto marcha, pensé: suerte y al toro, Rafael. No es que yo sea muy lanzado, pero la urgencia de mi situación hace que me sobreponga a la timidez, porque eso de vivir solo no se hizo para mí. Con casi cuarenta tacos a las espaldas, llega un momento en que uno se harta de arreglar dentaduras que huelen mal y de llenar el tiempo vacío con manualidades o con esa colección de objetos típicos que no cesa de crecer.
La invité luego a comer en la Marcelina y aproveché para enterarme de a qué se dedicaba.
'Estoy en los sondeos', dijo. 'Analizo datos de encuestas'.
'¡Qué poderío!', respondí. '¿Y se puede saber cómo lo haces?'
Me regaló un guiño.
'Muy fácil, meto los datos en la túrmix y aprieto el botón, como el que bate mayonesa'.
'Oye, pues aciertas siempre', agregué para congraciármela un poco más, 'porque las dos últimas elecciones ganaron los míos, tal como indicaban los sondeos'.
La sentí contenta y empecé a hervir en mi interior. Creí tenerla en el saco cuando fuimos al aparcamiento: su coche era un Seat de lo más corrientito y yo me hice el interesante al sacar las llaves del Porsche. Me siguió al chalé.
'¿Qué es esto, el museo fallero?', exclamó al ver la decoración de la sala de estar. '¡Menuda kitschería!'
De haber sabido yo lo que significaba la palabra, quizá hubiéramos podido entendernos. Le serví un gintónic y fui a cambiarme mientras ella admiraba mi colección de objetos: la chaquetilla torera, la pastora con rebaño de Lladró que me costó un ojo de la cara, el tricornio de guardia civil, la foto dedicada de Sarita Montiel, el abanico, el gorro de penitente o el mantón de Manila. Siento vergüenza al contarlo ahora, pero sí, me equivoqué en la estocada final, fue una estupidez irrumpir de nuevo en la sala de estar vestido de tuno con la guitarra en ristre y cantando Clavelitos, porque se le puso una cara indescriptible.
'Oye, tío, tú serás dentista, pero estás para que te encierren, joder'.
Agarró su bolso y salió en estampida, dejándome en la boca el gusto amargo de un nuevo fracaso. Tendré que seguir buscando una mujer. Hoy, sin falta, voy a llamar a la agencia matrimonial que hay enfrente de la plaza de toros, incluso si me han dicho que las candidatas son para echarse a llorar. Qué le vamos a hacer, soy un sentimental.
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