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Columna
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Piratería

El primer día de facultad todos éramos impresionables como la arcilla y quedábamos aterrorizados ante los planes que el profesor de Filosofía Antigua y Medieval reservaba para nosotros. Era un hombre adusto, con un desierto en la voz que parecía ir desecando las palabras a medida que las pronunciaba y convertirlas en signos de aire que no transportaban nada; el primer día de clase, como quien comenta el estado del tiempo, reveló que a lo largo del curso pretendía examinarnos de los cinco volúmenes (hasta la fecha) de la monumental Historia de la Filosofía Griega de W. K. C. Guthrie. El pánico que nos produjo comprobar el número de páginas de cada tomo en cuanto pudimos asomarnos a una librería sólo quedó superado por otra cifra: la que marcaba el precio en la esquina inferior derecha de la portada. Ése fue el inicio de nuestra larga tradición de visitas a las copisterías. La escasez de los ingresos de estudiante nos obligaban a cambiar el hermoso papel vegetal por sucedáneos químicos donde los párrafos quedaban ennegrecidos y a veces se perdía el rumbo de las frases: a saber, esas cosas sucias y molestas llamadas fotocopias. Los manuales exigidos en las diversas materias de los cinco cursos de carrera eran egoístas; pretendían quedarse con el dinero que pertenecía a la manutención, el alquiler, el tabaco y las salidas. Afortunadamente estaba la biblioteca o algún compañero con papá rico que terminaba por desembolsar el dineral necesario y que nos permitía alimentarnos como buitres de su ejemplar. A veces, mientras colocábamos el volumen bocabajo en el cristal de la fotocopiadora, leíamos el melancólico epitafio que el editor le había estampado en la contraportada, esperando conmover a canallas como nosotros: 'La fotocopia mata el libro'. Pero el libro seguía vivo y en estado aceptable después de la operación, y nosotros podíamos seguir comiendo y fumando en vez de arruinarnos en las librerías con aquel centenar de páginas muy bien encuadernadas.

No voy a defender la piratería intelectual porque pertenezco, por razones profesionales, al gremio menos interesado en que esa práctica se divulgue. A este respecto, me parece ejemplar la sentencia de la Audiencia de Granada que ha condenado a un vendedor de compactos piratas a abonar a la SGAE la cantidad de 1,33 euros por cada copia perpetrada, en concepto de daños y perjuicios. Pero tampoco puede cerrarse los ojos al hecho de que la cultura se ha convertido en un artículo de lujo que los pobres también desean disfrutar, aunque sea a través de la bisutería. Basta con darse una vuelta por cualquier librería o tienda de discos para evidenciar que son muy pocos los que pueden emprender bibliotecas o colecciones musicales sin atentar contra sus necesidades más básicas: y el crimen de restringir la cultura a un cenáculo de gente bien me resulta mucho más deplorable que el de apoderarse del pan que no podemos pagar. A nadie le gusta leer fotocopias o escuchar discos garrapateados a rotulador, pero lo hará si no tiene más remedio. Cuando se deje de considerar que la literatura y la música no son más que lujos que sirven para rellenar ratos de ocio, tal vez alguien entienda que la cultura exige ser democrática, se rebajen los precios y todos seamos más felices.

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