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ESCALADA EN EL CONFLICTO HISPANO-MARROQUÍ
Columna
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Emperejilados

Antonio Elorza

El pasado fin de semana la Corte marroquí lució sus mejores galas, con ese juego pendular de modernización y arcaísmo a que nos tiene acostumbrados: besamanos tradicionales al monarca -de cara muy hinchada, lejos del aspecto de deportista que lucía no hace mucho en la portada del libro esperanzado de Bernabé López-, presencia pública de la novia entre la ocultación más allá del burka y una exhibición de su belleza a pesar del vestuario y de la coronita propia de reina por un día, uniformes de gala, desfiles y decorados. Todo ello encaja bien en el significado que los diccionarios asignan al adjetivo: emperejilado va quien lleva sobre sí sobrecarga de adornos. Lo que ocurre es que para la circunstancia no sólo se vieron forzados al emperejilamiento los participantes en los festejos, sino de sopetón, y por culpa de un islote poblado de cabras, los incómodos vecinos del norte; es decir, nosotros, los ciudadanos españoles. La isla Perejil, o Laila, hizo su triste entrada en la historia.

El episodio de la retirada del embajador ante la protección ocasional que en España se dio a la causa saharaui y esta ocupación militar del islote nos informan de que Mohamed VI ha heredado la agresividad de su padre, pero parece medir mucho peor las consecuencias que ello puede tener para sus súbditos. Ante las tremendas tensiones de sus primeros trece años de reinado, Hassan II lanzó con éxito el órdago contra España de la Marcha Verde; ahora todo indica que el sucesor, con su Gobierno de fallidos socialistas, tantea las posibilidades de repetir la jugada, intentando movilizar el orgullo nacional para que sea olvidada la miseria.

Las consecuencias de esta estrategia pueden ser pésimas para todos. Marruecos no necesita el Perejil, las Chafarinas, y ni siquiera Ceuta y Melilla, sino el saneamiento del sistema de poder corrupto, menos desigualdad económica, un control eficaz de la natalidad y una articulación con la Unión Europea, a partir de su situación privilegiada como el país africano que se encuentra literalmente a las puertas de Europa. Claro que esta proximidad puede también volverse factor de estrangulamiento, si lo que preside las relaciones es el efecto de las enormes diferencias económicas e ideológico-religiosas a uno y a otro lado del estrecho. Lo subrayó en su libro Huntington, apuntando a ese punto de encuentro como particularmente expresivo de las contradicciones, entre una España que sería 10 veces más rica que Marruecos con sólo un décimo de su natalidad. Hoy la primera relación es de 1 a 12 (la de México con Estados Unidos es de 1 a 6). Consecuencia: no es que Marruecos y España estén condenados a entenderse, según la frase de Hassan II, sino que su entendimiento ha de ser forjado e incrementado para que esa vecindad sirva de puente a la hora de propiciar la interacción entre las culturas, así como una política de solidaridad, inversiones y cooperación.

Tales expectativas pueden ahora irse al traste por un irredentismo alicorto, al que se ha sumado una respuesta que siempre tiene el inconveniente de haber concedido prioridad al uso de la fuerza. Más aún, cuando no se precisan las condiciones que Aznar considerará garantías para la retirada. En todo caso, una vez desalojados los marroquíes, el Gobierno hubiera debido anunciar la voluntad de regreso al statu quo. Somos muchos los españoles que consideramos crucial la transformación de los espacios de conflicto entre ambos países en espacios de duradera fraternidad y cooperación. Al lado de Francia, España puede ser decisiva para la modernización de Marruecos, y una política de buena vecindad podría llevar a medio plazo a soluciones para Ceuta y Melilla sobre el patrón de Gibraltar. Claro que si el Gobierno de Rabat se empeña en actualizar el escenario de hechos consumados y la respuesta es la fuerza, todo se viene abajo, incluso la posición de quienes defendemos aquí que por puro sentido común el islote, como otros peñones costeros, debería acabar bajo soberanía marroquí amistosamente. Con este conflicto habrá una coartada más para la xenofobia frente a los inmigrantes magrebíes y un razonable temor ante futuras iniciativas contra Ceuta y Melilla. El punto de encuentro se convierte en punto de confrontación. Todo demasiado estúpido, explosión de patrioterismo incluida, y cargado de peligro.

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