Una amnistía gratuita
El título significa una absolución de todos los pecados del fútbol brasileño de los últimos años: la corrupción, el mal juego, la decadencia
Hace cuatro años, pocas horas antes de la final del Mundial, Ronaldo hizo una visita de urgencia a un médico, fue al centro hospitalario de Lilas después de sufrir mareos y convulsiones y salió, después de varios análisis y pruebas, con el alta para jugar el partido. Brasil perdió 3-0 con Francia y Ronaldo no tocó bola.
El domingo pasado Ronaldo también fue a visitar a un médico antes de la final del Mundial, pero no para curarse de nada. Se trató de una visita de cortesía a Gérard Saillant, el traumatólogo francés que le reconstruyó hace dos años el tendón destrozado de su rodilla derecha. Hablaron de jugar un partidito de golf y de bañarse en el Sena si Brasil ganaba. Pocas horas después, Ronaldo marcaba dos goles en la final. Brasil ganó 2-0 su quinto campeonato del mundo. La peripecia de Ronaldo, desde la miseria y el estrés de 1998 a la libertad y la alegría de 2002, de la derrota al triunfo, simboliza también toda la peripecia del fútbol brasileño, los cuatro años de escándalos y miserias antes de alcanzar el paraíso, un recorrido milagroso de un país en el que el fútbol es magia popular. Una victoria final que puede significar la absolución y el olvido de unos males que seguirán impreganando el fútbol brasileño.
Magia y negocio se han combinado este cuatrienio en el que Brasil, después de ganar brillantemente la Copa de América de 1999, en Paraguay (cinco goles de Ronaldo en el torneo y primera revelación de Ronaldinho), pasó por el doble purgatorio de sufrir lo indecible para clasificarse para la fase final del Mundial y la apertura de diferentes comisiones de investigación, políticas y judiciales, que han intentado destripar la trama negra de los negocios de clubes y federación.
El infierno deportivo se resumió en una Copa de América 2001 patética (eliminados por Honduras), corolario de una fase de clasificación para el Mundial en la que Brasil, que sólo había perdido un partido en su historia (en la altura de Bolivia en 1993), sufre seis derrotas, consume tres seleccionadores (Luxemburgo, Leao y, finalmente, Scolari) y consigue que al menos 80 jugadores logren ser internacionales en dos años, tantos y tan desconocidos futbolistas que Rivaldo llega a decir en una convocatoria que no conoce a ninguno de sus compañeros. Más grave aún, se produce un divorcio entre la afición y la selección: el equipo recibe silbidos en sus encuentros, algunos jugadores son insultados.
Las causas superficiales del fracaso eran claras: la mayoría de las estrellas juega en Europa, en Ligas fuertes con calendarios saturados; su participación en la selección se limitaba a un viaje de ida y vuelta a mitad de semana, 90 minutos de partido y como mucho dos sesiones de entrenamiento. Y encima Ronaldo estaba lesionado.
Los expertos hablan, sin embargo, de un mal brasileiro, de una decadencia, de otras causas más profundas para un declive que se refleja, por ejemplo, en el hecho de que, salvo Ronaldinho, los cracks del quinto Mundial son los mismos que fracasaron en Francia: Ronaldo, Rivaldo, Roberto Carlos, Cafú...
El problema no es únicamente la corrupción, un mal endémico en el universo del fútbol, en todo el mundo, que ha dejado la toma de decisiones en manos de intermediarios y agentes que son dueños de jugadores, o en patrocinadores que acaban poseyendo equipos enteros, y hasta selecciones (siempre es un ejemplo el contrato de Nike con Brasil: 160 millones de dólares de 1996). Brasil sufrió estos años la corrupción del presidente de su federación, el inamovible desde hace 12 años Ricardo Teixeira, yerno del no menos inmóvil Joao Havelange. Inculpado por una comisión parlamentaria de 13 delitos, Teixeira resiste. Y ni siquiera la campaña de limpieza en el fútbol emprendida por el presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso parece capaz de molestarle.
La impunidad seguirá en pie en todos los órdenes, dicen los pesimistas, los mismos que reflexionan y hablan del mal profundo. Gente como Tostao, el genio de 1970, que se lamenta del descenso de calidad de los jugadores brasileños. Desaparecen los baldíos, los potreros y los solares de los barrios, de las favelas, donde los niños jugaban libremente y se hacían artistas del balón. En su lugar proliferan las escuelas privadas, cerradas a los pobres de las favelas, en las que domina la aproximación científica, la fabricación de futbolistas cuadriculados, muy fuertes físicamente, musculosos, al gusto del comprador europeo, que es quien manda. Porque Brasil es, no se olvide, el mayor exportador de futbolistas del mundo. Y la fabricación de jugadores es una industria que crece sin cesar. Por el bien del negocio.
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