La malquerida
Alemania se ha especializado a lo largo de su historia en acabar con los equipos más amados, la Hungría del 54, la Holanda del 74, la Francia del 82...
Hay dos milagros alemanes, el de la reconstrucción económica -la posguerra dividida, la República Federal, el deutsche mark- y el de la construcción futbolística, el de la infabilidad en las copas del mundo, que les ha llevado a la conquista de tres y a estar en vísperas de una posible cuarta. Para construir el primero Alemania contó con la ayuda sin fin de la gran potencia ganadora, del dólar estadounidense y el plan Mar-shall; el segundo, en cambio, ha surgido ante la oposición de todos, de las grandes y las medianas potencias, de los aficionados de medio mundo.
Alemania, la malquerida del fútbol mundial, siempre ha ido más allá de sus posibilidades en todos los campeonatos, siempre ha sido la bestia que se ha cargado a la bella, la villana de todas las pantomimas, y en la batalla de hoy, ya simplificada siguiendo el tópico como la lucha entre la fantasía y la táctica, hay quien teme que, fiel a su historia, Alemania acabe con la favorita de todos, con el Brasil de las tres R y el Fenómeno redivivo.
La selección germana siempre ha ido más allá de sus posibilidades en las copas del mundo
El 'milagro alemán' es en esta ocasión, en vísperas de su séptima final, el 'milagro Voeller'
Algo así ya ocurrió en 1954, una gris Alemania construida a partir de un portero portentoso (Turek) y de la solidaridad de un bloque (seis jugadores del Kaiserslautern conducidos por Fritz Walter) impidió en Berna la coronación del mejor equipo de la posguerra, la aparentemente imbatible Hungría de Kocsis, Puskas y Czibor. Aquel día, dicen los historiadores, el pueblo alemán derrotado en la guerra recuperó una sensación de orgullo, un inicio de identidad, pero el universo futbolístico lloró.
La misma tristeza que entonces invadió a muchos aficionados no alemanes volvió a sentirse 20 años después, aunque en aquella ocasión la Alemania no era tan fea -era, de todas maneras, la de Maier, Beckenbauer, Breitner y Müller-, pero tampoco era tan hermosa como los derrotados, los últimos revolucionarios del fútbol, Cruyff y compañía y el fútbol total, que perdieron su primera final en el apogeo de su juego. Parecía, pero no era, la Alemania que quizá sí debió haber ganado, la de Inglaterra 66, en la que, dicen los sabios, Beckenbauer sí que jugaba en su sitio, en el medio, y había un punto de heroicidad en sus gestos, y no la habitual soberbia, y enfrente estaba Stiles, el carnicero.
La Holanda de Cruyff se quedó sin Mundial, y algunos aún no lo han digerido, pero más duro de tragar para muchos, lo que de verdad hinchó el mito de la soberbia germana, de su complejo de inferioridad e indiferencia hacia el sufrimiento de los humanos, fue lo que ocurrió en la calurosa Sevilla de España 82, lo que le pasó a la Francia de Giresse y Platini, y el pobre Battiston, en la semifinal. El duro Schumacher mirándose las uñas y Alemania, en la final, donde la justiciera Italia, por lo menos, le privó del placer de la victoria.
Después Alemania jugó dos finales consecutivas: perdió una, la de 1986 ante la Argentina de Maradona -nada, ni siquiera el milagro alemán, podía impedir la coronación del Pelusa-, ganó otra, la del horroroso Italia 90, contribuyó a dos de las finales más feas de la historia y dio entrada en la historia de su fútbol a Rudi Voeller, un personaje menor en apariencia, más zorro que futbolista, hábil goleador y persistente jugador, que hoy será uno de los protagonistas. En la final del 86 salió en el segundo tiempo y marcó un gol inútil, el del 2-3. En la del 90 jugó todo el partido, forzó un penalti inexistente que regaló el mexicano Codesal y ganó la final. Llevaba el número 13 en la espalda porque había nacido un día 13 (en abril de 1960) y porque también lo había llevado Gerd Müller (y luego le imitaría su máximo admirador, el Michael Ballack que no jugará hoy la final).
Desde su exilio italiano, en el Roma, y francés (ganó la Copa de Europa del 93 con el Olímpico de Marsella), Voeller contempló el irresistible declive de la Mann-schaft, de su selección.
Voeller, el seleccionador que ha conducido a Alemania a su séptima final, ni siquiera tiene carnet de entrenador. Él estaba tan tranquilo trabajando de director técnico de su último club como jugador, el Bayer Leverkusen (un equipo fundamental para la historia alemana actual) cuando llegaron los de la federación alemana para contratar al entrenador del equipo, Christopher Daum. Era mediado el año 2000, después del fracaso germano en la Eurocopa. El club dijo nones a la federación (Daum acababa contrato en junio de 2001), pero le ofreció una solución de emergencia: prestaron para la selección, de forma temporal, aparentemente, a Voeller, esperando a Daum. No sabía nadie que en 2001 llegaría el escándalo Daum, la cocaína del entrenador del mostacho, la imposibilidad de cubrir el puesto de seleccionador.
El técnico provisional, Voe-ller, ganó en Wembley, armó el equipo (ayudado por el verdadero, Skibbe), aprovechó la emergencia de su Bayer Leverkusen, encaminó la clasificación para la fase final del Mundial. Todo dentro de una lógica gris. Hasta un día decisivo: Múnich, septiembre de 2001, Alemania, 1; Inglaterra, 5. Inicio de un desastre que se acentuó con un empate, 0-0, contra Finlandia en Gelsenkirchen. El Mundial corría peligro. Voeller también. Jugó el desempate y se ganó la plaza contra Ucrania. 'Y gracias a aquello somos ahora más fuertes', reconoce Voeller.
La derrota como base fundadora de la última Alemania es la gran novedad. Y la nueva Alemania no se reconoce por la soberbia, por la superioridad, sino por la humildad. Es el milagro alemán, una vez más, el milagro Voeller en esta ocasión. Un equipo corto, la Alemania más limitada, juega la final. Con un portero portentoso, de nuevo, como en el 54; con un bloque unido y solidario, como entonces también, aunque ahora el del Leverkusen; con una simpleza de táctica única y con mucha fortuna (tres 1-0 en octavos, cuartos y semifinales), Alemania ha ganado los partidos que tenía que ganar.
Alguien hablaría de cuento de hadas; alguien que no conozca la historia de la selección que siempre se supera en los Mundiales. Aunque a nadie le guste.
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