Medio siglo esperando a Godot
Hace exactamente cincuenta años se estrenaba en el pequeño Théâtre de Babylone, en París, el drama que, sin exagerar, puede considerarse el más radical, desconcertante e influyente de nuestro tiempo: Esperando a Godot, de Samuel Beckett. La pieza fue escrita en pocos meses entre 1948 y 1949, y se presentó bajo la dirección de Roger Blin, quien luego se convertiría en el director favorito de Beckett. Era la primera obra teatral de un escritor que hasta entonces había sido conocido sólo por un reducido público como autor de novelas y narraciones experimentales como Molloy y Malone muere; con Godot, ganó el reconocimiento de una audiencia internacional.
Pero no se crea que la pieza hacía ninguna concesión al público. En verdad, el texto era una notable y atrevida síntesis de la estética vanguardista, el pensamiento existencial y la ferocidad caricaturesca de la vieja farsa. Significaba un ataque frontal a las normas habituales del teatro burgués (hecha desde un extremo opuesto al de Brecht), pues se negaba a jugar según las reglas de la racionalidad de la acción y el mimetismo psicológico de los personajes. Se puso así en la primera línea del entonces dominante 'teatro del absurdo' o 'antiteatro', que cultivaban Ionesco, Genet, Adamov, Arrabal y otros, principalmente desde París. Un detalle curioso y revelador es que, como bien sabemos, la lengua materna de la mayoría de estos escritores no era el francés (Beckett era irlandés e Ionesco era rumano), lo que les daba una perspectiva periférica que les permitía desmontar los mecanismos del lenguaje y mostrar su sinsentido y los límites de la comunicación humana. A partir de Godot, Beckett se convirtió en un escritor bilingüe, que pasaba constantemente del inglés al francés o viceversa y se autotraducía en cualquiera de las dos lenguas.
Como la pieza se resiste a atenuar el carácter inexplicable y grotesco de lo que vemos, ha dado origen a muy variadas interpretaciones. Las discusiones empiezan con el título mismo de la obra, En Attendant Godot, según la versión original. Es muy frecuente en la crítica beckettiana la analogía Godot-God (Dios), lo que, por las connotaciones metafísicas del drama, parecería razonable: esos hombres en el escenario esperan a alguien que no llega nunca. ¿no esperan acaso a Dios? La hipótesis sería más válida si la pieza hubiese sido escrita en inglés, pues la analogía no funciona en francés. Se podría aducir que los nombres de los personajes principales son también anómalos: uno es Vladímir, el otro Estragón (éste parece un juego o ironía con el popular condimento francés que conocemos como 'salvia'). El origen y el sentido de Godot puede ser, como suele ocurrir, más simple o casual de lo que nos maginamos.
El propio Beckett, que desautorizó toda referencia a Dios en el título o en el texto ('Si Godot fuese Dios, lo habría llamado así', dijo al respecto), ha señalado que la palabra proviene de una expresión del argot francés: godasse, bota o botín, lo que resulta más plausible si se recuerdan las constantes referencias y juegos físicos con botas y zapatos en la obra. Y también contó a su biógrafa Deirdre Bair que, alguna vez, durante un 'Tour de France', preguntó a un grupo de personas qué aguardaban cuando ya los ciclistas habían pasado, y le contestaron 'Esperamos a Godot', el último y el más viejo de los competidores. Por último, habría que recordar otra palabra francesa, sólo por su semejanza fonética: godet, jarro o también pieza triangular de tela que se aplica en una prenda. Estas posibles explicaciones pueden parecer triviales, pero son congruentes con el temperamento de Beckett, que tenía un oído muy fino para el lenguaje popular y el juego de palabras, virtudes que muchos creen fueron estimuladas por su estrecha amistad con su compatriota James Joyce.
El carácter metafísico de la pieza no le impide ser, al mismo tiempo, una farsa entretenida y, hasta cierto punto, recocijante y burlesca: se ha dicho que es una 'tragedia cómica' (lo que es distinto de una tragicomedia), pues muestra -con una objetiva crueldad- que la condición humana está sometida a pruebas y trances que colindan con lo irrisorio; es decir, que lo trágico de nuestro diario existir es que también puede provocar más risa que compasión. En verdad, la pareja central son dos bufones, dos payasos, dos vagabundos a veces delirantes, a veces brutales. Recuerdan un poco a los prototipos del circo, a los comediantes de golpe y porrazo del cine mudo, al Gordo y el Flaco: forman un binomio desparejo y a la vez complementario; se insultan pero se necesitan el uno al otro, por lo cual no pueden estar ni juntos ni separados, como un matrimonio desavenido.
Para saber que están vivos, para combatir el mortal aburrimiento y el absurdo de la vida deben permanecer juntos y distraerse con juegos igualmente absurdos o violentos. Lo que en el fondo hacen es esperar, pero no saben qué esperan y ni siquiera si esperan: están condenados a permenecer allí, en un desolado rincón de 'esta puta tierra' donde nada tienen, nada sustancial pasa y nadie -ni ellos mismos- se preocupan por sus destinos. La aparición del despótico Pozzo y su esclavo Lucky (el sarcasmo del nombre es implacable) crea una inesperada expectativa; irrumpen violentamente en escena y configuran una especie de drama dentro del drama. Son otra variante de la pareja humana: el amo y el siervo. Hay un momento memorable en ese episodio: aquél en el cual Lucky, con una larga soga al cuello y azuzado por Pozzo, recita un largo, incoherente y patético discurso en el que los grandes temas de siempre (trascendencia, verdad, redención, libertad, muerte, renacimiento, etcétera) son parodiados y reducidos a un galimatías inextricable, que recuerda la famosa imagen shakesperiana (la vida como el discurso de un loco 'lleno de sonido y de furia, que nada significa'), pero también el obsesivo sermón de Vallejo ('Considerando en frío, imparcialmente...') y sus torrenciales versículos. (Por los años en los que Beckett escribía Godot, aceptó trabajos de traducción de la Unesco para sobrevivir, entre ellos la traducción al inglés de una antología de la poesía mexicana moderna realizada por Octavio Paz, aunque apenas conocía nuestra lengua; existen testimonios de que por esa misma época leyó a Vallejo.)
No hay cambio posible para los protagonistas de Godot: están empantanados y sin salida. Este motivo central en la obra de Beckett (la parálisis, la ataraxia, la catalepsia) representa una variante fundamental en el teatro contemporáneo: la inacción en vez de la acción, que se ha reducido al extremo. Hay un progresivo y esencial 'minimalismo' en todos los aspectos de la producción beckettiana: sus textos narrativos se van haciendo cada vez más escuálidos y fragmentarios; sus piezas son enrarecidas meditaciones escénicas en las que casi no hay personajes ni -por supuesto- argumento, y todo se reduce a voces, gestos maniáticos repetidos hasta la náusea, gemidos o exhalaciones en vez de palabras.
El lenguaje de Godot está en el límite mismo de lo comunicable y plantea una cuestión de fondo: ¿qué dice nuestra habla? ¿Hablan nuestras palabras o los vacíos y vacilaciones del lenguaje? Esa incertidumbre corresponde al clima escéptico y angustioso de la segunda posguerra europea, tras los campos de concentración y exterminio masivo, los totalitarismos y la sombría realidad de un mundo posnuclear. Eso era hace cincuenta años: nosotros le hemos agregado ahora las plagas del terrorismo, la migración forzosa, el ultracionalismo y la colusión del narcotráfico con la alta política. Es decir, un mundo cada vez menos inteligible, razonable y humano. Lo que decía Esperando a Godot -y sobre todo el modo fracturado como lo decía- sigue siendo vigente. Y así, una pieza de vanguardia a la que su autor sólo consideraba un vodevil, una 'diversión liberadora', es hoy un clásico de nuestro tiempo. Pues, ya entrado el siglo XXI, seguimos esperando a Godot. Quienquiera que él sea.
José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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