Una mañana...
Leo en estas páginas que el primo de la reina de Inglaterra paga por una suntuosa mansión en el centro de Londres la insultante cantidad de 110 euros al mes, aunque le cuesta al erario público británico la también injuriosa cifra de 1,1 millones de libras al año (702.000 euros). A columna seguida, Rosa Montero denuncia el desalojo de una mujer de 72 años y sus dos hijos treintañeros (uno de ellos con minusvalía psíquica) de una chabola que ocupaban desde hacía algún tiempo, por la queja de unos vecinos, dado el hedor de sus residuos.
Si no fueran tan trágicas, ambas noticias, así leídas una al lado de la otra, parecerían salidas de un relato de Juan José Millás: anciana marginal desaloja al mismísimo príncipe de Kent, con quien estaba casada, por el hedor que desprendían sus habitaciones, algunas de las cuales hacía más de treinta años que no se limpiaban, según denuncia una periodista española.
Seguramente, cualquiera de estas dos noticias nos deja muy tranquilos en nuestra vida pequeñoburguesa, 'no tengo la suerte del príncipe de Kent, pero, ¡mira tú por dónde!, tampoco me señala con el dedo el vecino de enfrente por mi pestilencia'. Y así seguimos viviendo entre la ofensiva opulencia de unos y las miserias de los otros. El problema es que la vida se va estrechando, y nos deja cada vez menos margen; y una mañana, al tratar de salir de casa para dirigirnos a la oficina, no podremos hacerlo porque el príncipe de Kent habrá construido sus nuevas caballerizas tan pegadas a nuestra puerta que nos impedirá el paso, y al intentar salir por la ventana, la basura de los indigentes taponará nuestro balcón. Pero entonces será demasiado tarde.
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