'La ética ha perdido el monopolio de los valores'
A más de un lector le sorprenderá el título del último libro de Javier Echeverría: Ciencia y valores (Destino). Si el lector tiene tendencias científicas, se preguntará qué demonios pintan los valores ahí, yuxtapuestos a una actividad -la ciencia- que presume a menudo de ser neutral, de vivir en un limbo de hechos objetivos y teorías abstractas, de reinar sobre un territorio impermeable al prejuicio, ciego a las modas, blindado a los intereses externos, inocente de sus aplicaciones aviesas. Y si el lector cojea del otro pie, tal vez proteste ante la prepotente injerencia de la ciencia en el único dominio -el de los valores- en el que ni siquiera los científicos han pretendido meter las narices hasta ahora, un dominio que quisiera seguir flotando plácidamente sobre el maremoto electrónico, energético o biotecnológico que sacude a nuestras sociedades.
'La tecnociencia no es sólo conocimiento, sino también transformación de la sociedad'
'La ciencia tiene sus propios valores, llamados epistémicos: precisión, rigor, coherencia, fecundidad, utilidad, generalidad'
'Uno de los valores fundamentales de la ciencia es que es un bien público. Un científico no es tal si no publica'
'La neutralidad del conocimiento científico dejó de existir desde la revolución industrial'
Pero esa doble perplejidad es precisamente la razón de que Echeverría haya elegido ese título, e incluso la razón de que haya escrito este libro, que puede leerse como una demostración de que la ciencia está impregnada de valores por todos los poros, y de que los valores han cambiado irremisiblemente como consecuencia de la actividad científica y el desarrollo tecnológico. Echeverría (Pamplona, 1948), que se formó como filósofo y matemático y es profesor de Investigación de Ciencia, Tecnología y Sociedad en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), se convirtió en un autor de éxito con su obra Telépolis (Destino, 1994) y ganó el Premio Nacional de Ensayo con Los señores del aire (Destino, 2000).
PREGUNTA. Su libro se llama Ciencia y valores, pero ¿a qué valores se refiere?
RESPUESTA. Por 'valores' suele entenderse valores morales, religiosos, estéticos, más recientemente sociales y políticos, ecológicos. Pero la ciencia, sobre todo a partir de Thomas Khun, tiene sus propios valores, llamados epistémicos: precisión, rigor, coherencia, fecundidad, utilidad, generalidad. La ética y la moral han perdido el monopolio sobre los valores. El ascenso de la ciencia y la tecnología está sustituyendo el eticocentrismo por una situación con varios polos de pensamiento. Los valores epistémicos, como los económicos, no aparecen en la filosofía del conocimiento, pero impregnan hasta la médula la actividad científica.
P. Sin embargo, nos pasamos el día hablando sobre las 'repercusiones éticas' de cada nuevo descubrimiento científico.
R. La actividad científica está trasformando a las sociedades democráticas. Algunas de sus áreas, como la biomedicina, afectan a la vida, a la reproducción, a la intimidad, y plantean problemas morales gravísimos. Los transgénicos, en cambio, no plantean problemas morales, sino ecológicos y económicos. Y otras plantean problemas estratégicos y militares. En cada área de las tecnociencias hay sistemas de valores que predominan. La ética sólo es el centro de la discusión en algunos casos. La situación más general es el pluralismo axiológico, la pluralidad de valores.
P. ¿Adónde va la filosofía de la ciencia?
R. Se ha vuelto una disciplina transversal. El filósofo de la ciencia mantiene un pie en la tradición filosófica, pero interactúa cada vez más con científicos -debe tener una formación científica-, historiadores, sociólogos, economistas y gestores de la política científica.
P. ¿Se adaptan nuestras estructuras académicas a esas nuevas necesidades?
R. No. La ley de reforma universitaria preveía que las áreas de conocimiento se renovaran cada diez años, y casi veinte años después siguen sin renovarse. Hay que crear departamentos e institutos de estudios sobre la ciencia y la tecnología que integren todas esas disciplinas. La situación es algo mejor en secundaria, donde muchas comunidades autónomas ofrecen una asignatura optativa de ciencia, tecnología y sociedad. Hay que avanzar en esa dirección, y también en la comunicación con la sociedad, porque la tecnociencia no es sólo conocimiento, sino también transformación de la sociedad, del cuerpo humano, de la agricultura, de la industria, de la atmósfera, y genera cada vez más desconfianza entre los ciudadanos.
P. Usted dice: 'El conocimiento resulta de la acción'.
R. Las grandes obras de Newton, Einstein, Darwin o Lavoisier son el resultado final de la ciencia, pero la ciencia es un proceso. Las teorías surgen de actividades muy complejas, y muy conflictivas en ocasiones. En ciencia, la percepción no es una actitud pasiva, sino una acción.
P. ¿Debe la ciencia dejarse en manos de los científicos?
R. La ciencia es una actividad muy plural, con una gran impregnación en diferentes sectores sociales, y se somete a múltiples evaluaciones por muchos agentes: el propio laboratorio, el resto de la comunidad científica, los gestores de la política científica, la empresa que financia o que explota los productos, los militares. Todo eso ya se hace. Las novedades son dos: una es la sociedad, que evalúa a la ciencia cada vez más -basta observar los conflictos de valores que han suscitado las células madre, los transgénicos o la clonación-, y la otra es que hay que evaluar a los evaluadores.
P. Una metaevaluación.
R. Sí, realizada también por la sociedad, en último término. La evaluación de la actividad científica y tecnológica debe profesionalizarse.
P. Los científicos repiten constantemente que el énfasis en el utilitarismo acaba conviertiendo a la ciencia en inútil.
R. Es muy cierto en algunas áreas. Un cosmólogo que trabaja en la teoría de supercuerdas debe tener una total libertad de investigación. La ciencia básica y las matemáticas deben financiarse, y suelen producir enormes beneficios sociales no previstos por ningún gestor. Pero hay otras áreas -imaginemos el uso de cobayas humanos, o la eugenesia- en que la libertad de investigación es implanteable.
P. ¿Hay modas científicas?
R. Hay tradiciones de investigación, corrientes, paradigmas, que no son modas. Pero el científico también tiene que vender su producto, hacer su marketing, y debe encontrar formas de comunicar a la sociedad sus objetivos, y de financiarlos. No es sólo la ciencia: la industria de la cultura es muy experta en esto. En la investigación, las modas existen sobre todo en la periferia de la ciencia.
P. Usted sostiene que hay muchos cambios de valores que han afectado a la actividad científica. Cite ejemplos.
R. El más importante lo protagonizó un sector de los pitagóricos, que decidió hacer públicos sus avanzados conocimientos matemáticos en lugar de mantenerlos ocultos en la secta y, según la leyenda, fue condenado por los dioses. De ahí viene uno de los valores fundamentales de la ciencia: que es un bien público. Un científico no es tal si no publica. Otro caso esencial es el programa baconiano, por el que la ciencia dejó de ser contemplación, conocimiento por el conocimiento, y empezó a ocuparse de dominar a la naturaleza, de mejorar nuestras condiciones de vida: la gran revolución de la utilidad. Hay muchos más ejemplos: la vinculación de la ciencia a la actividad militar -los lobbies científico-militares-empresariales de Estados Unidos han orientado la actividad científica desde la Segunda Guerra Mundial-, el uso comercial de la criptología, la biotecnología y miles de casos más.
P. Entonces, ¿es falso que la ciencia sea neutral respecto a sus posibles usos?
R. Desde la revolución industrial, cuando se vio que el conocimiento científico era útil para la industria textil, metalúrgica, química, etcétera, no hay tal neutralidad. De hecho, el lema de la neutralidad de la ciencia surgió precisamente entonces como reacción, justo cuando ya no la había. Incluso la gran especulación actual metafísico-teológica se centra en la cosmología, y las teorías cosmológicas están cargadas de connotaciones religiosas.
P. ¿Hasta qué punto es cierto que el sujeto no importa en ciencia? ¿La ciencia sería lo mismo si los científicos hubieran sido otros?
R. Antes la ciencia cabía en la cabeza de una persona, y había genios esenciales. Pero en nuestros tiempos de tecnociencia esto ya no es posible. No hay un Mendel de la biotecnología, porque la investigación hoy depende de aparatos, dineros, estrategias de marketing, políticas. Podrá haber un científico puro, pero a su lado habrá un informático, un técnico, un gestor: el genio tecnocientífico está integrado en una empresa. La torre de marfil del matemático John Forbes Nash no es más que uno de los departamentos de su empresa. Einstein podía sentarse en su mesa de la oficina de patentes y concebir él solo la teoría de la relatividad, pero explorar las aplicaciones de la física teórica requiere inversiones gigantescas en aceleradores de partículas. De hecho, si consigues la financiación necesaria sabes que tienes el Premio Nobel en dos años, porque es una cuestión de inversión y de gigaelectronvoltios.
P. La enseñanza de las ciencias no sólo transmite conocimientos, sino también valores. Pero ¿cuáles?
R. Mi actitud es muy procientífica en este terreno. Creo que debemos transmitir los valores epistémicos, los valores clásicos de la ciencia -precisión, rigor, coherencia, fecundidad-, y no sólo a los estudiantes de ciencias, sino también al historiador o al abogado. El literato debería saber escribir con rigor y coherencia, y aprender a ser fecundo. 'Educar en valores', sí, pero en una pluralidad de valores que incluya a los valores epistémicos de la ciencia. Cuando los ilustrados establecieron la red de escuelas e institutos en los países europeos, impregnaron de valores todo el sistema educativo -igualdad de oportunidades, obligatoriedad de la enseñanza-, y ahora que estamos en el proceso de construcción de un sistema educativo electrónico o telemático debemos procurar que las aulas virtuales se impregnen de valores plurales que vayan más allá de la obsesión con la eficiencia y la optimización de beneficios, que sólo genera monstruos. Por cierto que en el gremio periodístico se da una obsesión similar por maximizar los impactos de la noticia, que sólo puede conducir al amarillismo. Usted trabaja en un periódico que, por fortuna, está claramente impregnado de otro tipo de valores.
P. Gracias.
R. Y esa reflexión se puede extender a la televisión y a Internet. La cuestión de los valores, en el sentido amplio en el que utilizo este término, se ha convertido en una cuestión central en la enseñanza, en la comunicación y en la divulgación. Creo que se debería dar algo de enseñanza de valores en las escuelas de ingeniería y en las facultades de ciencia. Ahora se discute mucho sobre la enseñanza de la religión y los valores democráticos, pero debemos ampliar el debate a los valores ecológicos, epistémicos y otros.
P. La tercera cultura, o integración de las ciencias en la cultura humanística, ¿es un objetivo realista?
R. La ciencia es una modalidad de cultura en sí misma, y la tecnociencia está transformando a la propia cultura humanística: a la literatura, al cine, a la museística, a las bibliotecas. Tenían razón Snow y sus seguidores que acuñaron el término tercera cultura y denunciaron que los humanistas despreciaban a los científicos. Creo que el futuro está en las titulaciones mixtas. Hay que introducir algo de formación humanística para los científicos y tecnólogos. Y, recíprocamente, los humanistas no pueden ser unos analfabetos en ciencia y tecnología. La separación es una mala estrategia.
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