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Reportaje:A pie de obra | TEATRO

Variedades sobre la crítica

Marcos Ordóñez

La crítica como comedia. Doble movimiento: uno escribe para sí mismo, de forma confidencial, como si nadie más fuera a leerlo, para contarse un espectáculo, para fijarlo en la memoria o para desmenuzarlo como el mecanismo de un juguete, y a la vez como si para miles de personas ese espectáculo fuera un hecho capital en sus vidas.

El teatro es uno de los mejores lugares donde estar cuando hay arte y el peor del mundo cuando no funciona. Es el territorio del todo o nada: ése es el juego. A diferencia del cine, en el que una película mediocre 'no molesta' demasiado, no te impulsa a salir a escape porque puedes 'distraerte' (con algún color, algún movimiento, o simplemente pensando en tus cosas como quien mira por una ventana), el teatro mediocre resulta físicamente insoportable, una tortura semejante a escuchar música distorsionada. A veces hay que tener un poco de paciencia porque la cosa acaba mejorando, pero son casos contados, minutados por la experiencia de muchos años de teatro: quince o veinte minutos suele ser el plazo máximo para que los actores se sacudan el trac, los nervios del estreno. Si ha pasado ese tiempo y todo sigue igual, ya es muy difícil que remonte, ya estamos en el torturante país del mal teatro. Y hay que huir; hay que acabar de una vez (con decidida calma, sin estridencias) con esa falsa sacralización del hecho teatral, precisamente porque es algo sagrado, con lo que no se juega.

El teatro es un arte colectivo, y la crítica, consecuentemente, también. Hablas de hombres y mujeres a hombres y mujeres. El teatro es un arte caliente: por eso conviene ir acompañado. Hablas, discutes. Antes de empezar, en los intermedios, al final. Hablas y callas: en una sala de cine jamás se producen los silencios, las eucaristías que se producen en el teatro. Ni ese extraño, hermosísimo fenómeno de las noches de gran arte: al acabar, la gente no se va. Y no es que espere a los actores o al autor. No quiere irse; no se resigna a la idea de que aquel estado haya concluido.

La principal característica del crítico debería ser la generosidad, que nada tiene que ver con la condescendencia: generosidad como apertura, como la difícil forma de intentar colocarse siempre en el corazón de la poética del autor, para escribir desde allí. Siempre y cuando exista una poética, claro.

Uno de los mayores peligros de la generosidad es lo que los estudiosos marxistas llamaban 'crítica idealista'. Una suerte de tomismo escénico: creer no lo que vemos sino lo que nos gustaría haber visto, y contarlo como si realmente se hubiera producido.

El tópico suele atribuir al crítico una constante cuota de ferocidad. Erróneamente: el verdadero crítico ama el talento tanto como el gourmet la buena mesa. Ambos odian comer mal, odian comer solos, y odian no poder contar lo bien que han comido.

A menudo, el teatro se parece a un hospital: la Morgue en el sótano, la Maternidad en el ático. En una temporada 'normal', las entradas de muertos y las salidas de recién nacidos se equiparan. En una temporada mala, el crítico se convierte en forense; en una buena, en comadrona. Y contra lo que suele creerse, a los críticos se nos cae la baba ante un recién nacido con todos los sentidos en su sitio.

No hay crítico más feroz que el actor (o la actriz) que juzga la labor de un compañero a la salida de un estreno: son ellos quienes reclamarán al crítico, como una nueva versión de Shylock, esa cuota ('supongo que te la cargarás'), esa libra de carne humana, y, en caso contrario, le acusarán de una benevolencia que, naturalmente, sólo reclaman para su propio trabajo.

El actor que te llama para recriminarte una mala crítica rarísima vez lo hará para, en pura lógica, agradecerte una buena. Para él, el crítico es como un meteorólogo: un parte de buen tiempo es la simple constatación de un hecho natural, mientras que el anuncio de lluvias puede deberse a un oscuro apetito de catástrofe.

La crítica negativa como 'prueba de ácido' de la amistad. La mayor parte de las veces sirve para librarte de relaciones dictadas exclusivamente por el interés. Y en contadas pero inolvidables ocasiones afianza un vínculo para siempre. O casi.

Conseguir que, a lo largo de una obra, sin apenas darnos cuentas, reevaluemos nuestras primeras impresiones sobre los personajes; que no elevemos, como los abogados, nuestras conclusiones provisionales a definitivas, me sigue pareciendo uno de los logros mayores de un dramaturgo. Y de un crítico.

Hay actores o directores que no mejorarán nunca porque creen que no lo necesitan: basta oírles hablar de sí mismos esgrimiendo cifras y porcentajes de ocupación. Es un trabajo perdido esperar nada de ellos. Como decía la lúcida Madame de Merteuil, 'on acquiert rarement les qualités dont on peut se passer'.

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