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Tribuna
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La herida

Francia está herida. Y para muchos franceses, humillada.

Mascarón de proa de una Unión Europea querida con obstinación y a cuya construcción ha contribuido poderosamente, Francia da la imagen, al día siguiente de este 21 de abril marcado por la coronación política del siniestro demagogo que anima a la extrema derecha, de un país replegado, reducido, atormentado por su declive, que incluso tiene miedo de sus propios hijos, sobre todo de los que viven en los barrios periféricos. Sí, desgraciadamente el tiempo se estropea para Francia.

Al menos si se toma al pie de la letra el 'mensaje' de las elecciones en este mayo del 68 electoral al que acabamos de asistir, en esta marcha atrás porque no se trata ya de 'disfrutar sin obstáculos', sino más bien de castigar sin límites. A esa prueba nacional que constituye el peso en la vida pública de una corriente que intenta agudizar las tensiones, y cuya divisa es 'trabajo, familia, patria' de triste memoria, se añade la inscrita en un resultado que atenta contra el crédito de Francia fuera de las fronteras, y en primer lugar en el seno de las de la UE.

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Pero antes de ir más allá, e intentar, como se debe hacer, comprender lo que ha pasado, lo que ha pasado en esta Francia del nuevo siglo, quedémonos con este dato: el terremoto político que ha significado la primera vuelta de la elección presidencial tiene, en el plano estrictamente electoral, una única causa: la dispersión, absurda, de la izquierda. Ésta, tanto si se la considera en sus límites moderados como si se incluye en ella a la extrema izquierda, no ha retrocedido de un escrutinio presidencial a otro; mientras que la derecha moderada pierde de cinco a diez puntos respecto a los escrutinios precedentes. Así pues, el 44% de los franceses no estará representado en la segunda vuelta. Le Pen estará en ella sólo porque Jean-Pierre Chevènement lo ha permitido, él, que ha optado por separarse de quien en 1997 lo sacó del olvido; un Chevènement que ha llevado hasta el límite su elitismo pervertido, proclamando: 'Echad al equipo saliente', es decir, el eslogan de Jean Marie Le Pen desde 1956. Por no hablar de Christiane Taubira, cuyos votos hubieran bastado para que la lucha en la segunda vuelta siguiera abierta, y que ha sido candidato únicamente porque, al fin y al cabo, si todo el mundo tenía su candidatura, por qué no iba él a tener también la suya...

La izquierda es, pues, en primer lugar, víctima de sí misma y del espíritu estrecho de los dirigentes de sus diferentes componentes, todos los cuales se han empeñado en desmarcarse y, por tanto, en criticar a Lionel Jospin y al balance de su gestión. Les han escuchado. Pero en esto, como en muchos otros temas, no había fatalidad. Lo que simplemente no ha habido es dirigentes que estuvieran a la altura del reto.

Está claro que en democracia el sufragio universal es soberano. Por lo tanto, se impone y se impondrá; pero todo el mundo es libre de apreciar el juicio de los electores en nombre de valores superiores; los que, por ejemplo, fundamentan la existencia de un Consejo constitucional. Desde este punto de vista, el voto del 21 de abril es injusto. Y peligroso.

Una vez que la fiebre del domingo haya bajado, el balance de Lionel Jospin permanecerá. Como permanecerá el balance, rico, de una izquierda de gobierno que ha sabido mantener en lo esencial sus compromisos, que ha sabido establecer el euro y la jornada de 35 horas, disminuir el paro, acompañar al relanzamiento del crecimiento y aportar nuevos derechos -desde la cobertura por enfermedad universal al subsidio para las personas dependientes, pasando por el permiso por paternidad o los empleos jóvenes. En resumen, Lionel Jospin ha sabido volver a una política reformadora que, tras tantos años de crisis, ha reconciliado el progreso económico con el progreso social.

El trabajo, y también el modo de hacer de Lionel Jospin -compuesto de austeridad y dignidad-, así como su salida de la vida pública conforme a una ética que ha prevalecido durante su larga estancia en Matignon, merecen nuestro respeto. No habrá, como sí la hay para el actual ocupante del Elíseo, una tercera oportunidad para Lionel Jospin, que rompe así con una tradición política nacional muy arraigada. El reproche que se puede hacer a la izquierda, y en primer lugar al propio Lionel Jospin, es no haber acompañado este trabajo con la indispensable pedagogía, inseparable de toda gestión al estilo Mendès France, y haberse preocupado demasiado -contradicción tan antigua como la izquierda en Francia- por una extrema izquierda puramente cautivadora y, en su versión Leguiller, sectaria. Una izquierda a la que repugnara las coerciones de la gestión se condenaría a las mazmorras de la historia.

Dado el nivel de audiencia adquirido por la extrema derecha, el voto del 21 de abril es también un enigma; y un grave peligro para cualquiera que aspire a gobernar este país sin renegar de los valores universales que considera suyos. Se han abierto dos frentes, dos heridas, dos políticas.

El primer frente es clásico, y se refiere a los temas pendientes en el cuerpo social y las infraestructuras políticas, tal y como las conocemos y que sabemos que deberían reformarse poderosamente para hacer justicia a la reivindicación de autonomía, tanto de las colectividades como de los individuos. Para hacer frente al auge de los microcorporativismos habrá que llevar a cabo una auténtica y potente descentralización. La política sólo tiene sentido si logra hacer que se note su influencia -a ser posible positiva- en la vida de la población y si ofrece a ésta perspectivas, opciones que pueda controlar. Ahora bien, la crisis actual es sobre todo una crisis de desaliento, de sentimiento de que todo es inútil. Hay nuevas formas de acción capaces de reunir multitudes, en cuanto dan la impresión, aunque sea con razonamientos rápidos y a veces demasiado simples, de que se trata de influir en el curso de las cosas. Así, desde hace varios meses ha tenido lugar un debate esencial para el futuro: el enfrentamiento, en el seno de la Comisión de Bruselas entre 'liberales' y 'reguladores'; dicho de otro modo, cómo armar a la Unión Europea frente a la mundialización. Ese debate ha estado ausente en la campaña electoral. Si surgió, fue... en Barcelona, frente a 300.000 manifestantes. ¿Hay algún modo más claro de sugerir hasta qué punto el debate político interno francés está vacío de contenido?

El segundo frente tiene más peso. Está resumido en el libro del historiador Benjamin Stora, Le transfert de mémoire, que saca a la luz una tendencia actual de la sociedad francesa: la transferencia a la 'metrópoli' de una memoria colonial, con un elemento constitutivo de esta: el miedo comunitarista del 'blanco de poca monta' y el sentimiento de abandono a él ligado; la angustia identitaria frente al islam, el rechazo de la diversidad cultural -y étnica- de la Francia de hoy adosado a la tradición jacobina de asimilación.

El rechazo a asumir esta nueva sociedad se ha ampliado con el

choque del 11 de septiembre, y después con la transferencia a Francia del conflicto de Oriente Próximo, con su lote de corrimientos que llevan a un encerramiento identitario. Desde este punto de vista, las declaraciones del presidente del CRIF, Roger Cukierman, al diario Ha'aretz, diciendo que el resultado de Le Pen 'es un mensaje a los musulmanes para que se estén quietos', y añadiendo que servirán para 'reducir' el antisemitismo, ilustra, de modo chocante e irresponsable, esta deriva.

Tanto para la izquierda, que si sabe evitar los arreglos de cuentas y unir sus fuerzas sólo estará apartada del juego político momentáneamente, como para la derecha, ahora fuerte gracias a su campeón, para una izquierda y una derecha 'de Gobierno' que creían que se iban a enfrentar como si tal cosa, el reto reside claramente en eso, en la cohesión del país y, por tanto, en la integración.

¿Y ahora qué? Jacques Chirac va a sucederse a sí mismo. De este modo, el presidente que provoca la menor adhesión de toda la historia de la Quinta República, el que durante siete años ha presidido el debilitamiento de la función presidencial, será el presidente más elegido de nuestra larga historia política. Al haber basado su campaña, tan concienzudamente como la de Jean-Marie Le Pen, en machacar sobre el tema de la inseguridad, Jacques Chirac se encuentra frente a un dilema capital. Puede actuar como actuaron los suyos la noche de la primera vuelta, rivalizando en demagogia derechista y sobre la seguridad, correr de nuevo el riesgo de que Le Pen explique que 'el original' es mejor que la copia, y mantener así la corriente actual y todas sus derivas. O puede también optar por restaurar su función, y su propio crédito.

En sus primeras palabras, Chirac se ha situado más allá de su bando. Por encima de cálculos políticos. Como si fuera ya consciente de que tendrá que representar a la derecha y a la izquierda. Su historia personal era hasta ahora la de una carrera política, con unos medios que la moral pública reprueba. Y he aquí que, de repente, se codea con la Historia. Por fin puede desempeñar el papel con el que ha soñado: ser el presidente de un república que es necesario reformar para que vuelva a ser amada. Es lo que nosotros deseamos. Para que este bello país que es Francia, con todos los colores que la habitan y que forjan ya su futuro, mantenga el rumbo de la razón y del progreso.

Jean-Marie Colombani es director de Le Monde.

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