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Columna
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Demasiado

Aquellas tardes en las que los padres eran convocados para hablar con los profesores y recibir los comentarios sobre avances, retrocesos o estancamientos en el desarrollo integral de las alumnas se producía en el colegio una atmósfera de exaltación contra la que hacía falta, según los casos, una amplia gama de estrategias. Había niñas, claro, que esperaban la llegada de sus padres apoyadas en la verja del jardín, cerca de la entrada principal, para poder reconocer sus coches antes que nadie y salir corriendo a recibirlos, seguras y orgullosas de sus resultados escolares, ansiosas de presenciar el gesto satisfecho que iluminaría la cara de la autoridad compartida por una jerarquía doméstica y un staff académico unidos en su aprobación.

Había otras niñas que, justo cuando llegaba la hora de esas visitas, se perdían misteriosamente por los pasillos y por los salones del colegio, se replegaban sobre sí mismas con un susto directamente proporcional al resultado de sus notas y rumiaban excusas o lágrimas de cocodrilo hasta que la insistencia de su nombre repetido por megafonía les hacía presentarse ante ese doble tribunal descontento y preparado para la venganza. Cuando llegaban esas tardes patibularias, yo cogía el libro que tuviera entre manos, me iba a uno de mis rincones secretos y leía y leía, sin perder un segundo de esa vida, hasta oír mi nombre extenderse desde los altavoces por el espacio intangible e imperioso de un eco acusador. Entonces leía unos párrafos más y cerraba el libro con inquietud. En una de esas vistas evaluatorias que ejecutaban los adultos, fue el psicólogo del colegio quien brindó la observación más interesante sobre mi persona: 'Lee demasiado', sentenció, aunque manteniendo a duras penas el tipo de la convicción ante la ceja levantada por el asombro en la cara de mi madre, cuya jocosa y rotunda respuesta no olvidaré jamás: '¿Demasiado?'.

Como en el futuro seguí leyendo demasiado, pude comprobar que el psicólogo de mi colegio, con influencia sobre varias promociones de niñas madrileñas que quizá desconozcan que el próximo martes es el Día del Libro, no había leído a Carmen Martín Gaite: 'La literatura nos salva la vida'. ¿O era acaso un muy fino psicólogo lector y conocía a Ernesto Sábato ('Ésa ha sido la perdición de muchos: no haber sabido resistirse a la pasión verbal') y consideraba su obligación prevenir a mi madre de los peligros que acechaban a esa niña apasionada por el mundo sin fin de la literatura, esa niña encontrada en las páginas de un libro, esa niña perdida más allá de los límites de su megafónica jurisdicción? ¿O es que quizá ese psicólogo infantil no había leído a Rilke ('Quien no tiene casa, ya no la construirá: leerá, escribirá, paseará por las avenidas de los parques') y, a su vez, no había leído a Donoso ('La salvación no está, desde luego, en la técnica, sino en Rilke') y, por supuesto, no había escuchado a Valery ('La sintaxis es un valor moral') ni tenía, en su profesional preocupación por mí, noticias de Montale ('Un poeta no tiene que renunciar a la vida. Es la vida la que se encarga de escapársele')?

Si el psicólogo de mi colegio hubiera leído a John Berger, sabría que 'las palabras son, en cierto modo, el enemigo', un enemigo que en los libros se conjura y cuyo daño no pasa de ese rito al que se refiere Foucault, si lo hubiera leído ('Ciertos animales ritualizan la violencia, y por eso sus disputas rara vez dejan de ser una escaramuza, comportamiento que los coloca por encima de los seres humanos. Si el hombre fuese capaz de ritualizar la violencia, muchas guerras estarían de sobra'), un rito que es placer superior, y un psicólogo infantil debe saber mucho de placer y, por tanto, haber leído a Voltaire ('El placer es el objeto, el deber y el objetivo de todos los seres razonables'). Claro que, de haber sido un muy fino lector, el psicólogo de mi colegio habría leído a Kafka ('Qué lamentable es mi conocimiento de mí mismo comparado con el conocimiento de mi cuarto. ¿Por qué? No hay observación del mundo interior como la hay del exterior. La psicología es muy probablemente un antropomorfismo, un mordisquear en los márgenes') y sabría que lo que es 'demasiado' es la propia existencia, que en los libros está nuestro interior, y que de ellos fui sacando todas estas palabras no enemigas y apuntándolas en los cuadernos del colegio para que me salvaran la vida que, demasiado, se escapa.

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