Barcelona-París en tándem
Descanso en el café del museo Picasso de una intensa exploración de la exposición París-Barcelona. Intento poner en orden mis reflexiones: a) sin duda, el periodo que abarca la exposición, desde el modernismo a la guerra civil española, es el más brillante de la historia cultural catalana; b) en ese periodo, Barcelona y los artistas catalanes trataron de igual a igual a las grandes capitales culturales y a los creadores del momento; c) contemplar a Casas y Rusiñol con Manet y Dégas, a Nonell con Van Gogh, a Picasso con Braque, a Torres García con Puvis de Chavannes, a Sunyer con Cézanne y Derain, a Miró con Tanguy, convence que la cultura se rebela contra las fronteras políticas, que los creadores las ignoran, que sus obras las borran: que Cataluña, en el momento más esplendoroso de su arte, no perteneció culturalmente ni a España, ni a sí misma, sino a la mejor corriente de la cultura universal.
Exposición 'París-Barcelona', en el museo Picasso. Varios niños juegan a interpretar los cuadros
Saboreo unos canapés que acompaño con una copa de vino, y paseo la vista por las paredes y las bóvedas góticas del café; así era la Barcelona anterior al modernismo: una maltratada ciudad de provincias que apenas despertaba de su sueño medieval. Así era justo antes de la gran eclosión de finales del XIX hasta la guerra civil, época que muestra la inolvidable exposición París-Barcelona, organizada por la Réunion des Musées Nationaux de France y el ICUB-Museo Picasso, que de octubre a enero se exhibió en París y ahora puede verse en Barcelona.
Con otro sorbo de vino revivo mi visita a la misma exposición en París, en enero. Tras media hora de cola ante el Grand Palais, uno entraba en salas abarrotadas de gente. La arquitectura modernista catalana y sus artes decorativas eran lo que más sorprendía al público francés. Lo tengo vivo en el recuerdo: una pareja de cincuentones se paró ante la maqueta seccionada del Palau de la Música Catalana. Él: 'Salvaje, ¿eh?'. Ella: '¡Qué horror!'. Él: 'Mira los caballos blancos'. Ella: 'Parecen hechos de nata montada, ¡pfff!'. Otra pareja se acercó soltando, ahora sí, exclamaciones de admiración ante la originalidad y la armonía de la arquitectura. Algunos recordaban la música que allí escucharon: Monteverdi, Schubert... Y ya llegaba otro matrimonio. Ella: '¡Mira las vidrieras!'. Él: '¡Qué recargado, vaya kitsch!'. Al oír esos comentarios pude comprobar que la arquitectura modernista catalana todavía despierta pasiones encontradas, que un siglo más tarde su imaginación no ha perdido su capacidad de sorprender.
Con la copa de vino en los dedos, mis recuerdos de la exposición vista en París se suceden como en una película. Muchos visitantes conocían Barcelona. Dos chicas se acercaron a una fotografía de las Ramblas de principios del siglo XX. '¡Las Ramblas!', exclamaba una; 'allí le encontré, ¿sabes? ¡A aquél, mujer!'. Y la chica se puso a contar una aventura amorosa en clave de las intimistas películas francesas. Ante una lámpara modernista de Gaspar Homar, un niño señalaba unas libélulas en la pantalla: 'Mira, papá, las mariposas agitan las alas, pero ya no levantan el vuelo'.
Sorbo el vino pensando en los visitantes en Barcelona. Examinaban el arte expuesto tal vez con menos sorpresa, pero con una punta de orgullo. En las salas dedicadas a la pintura un chico y una chica jugaban a regalarse cuadros. 'Te compro ese autorretrato', decía ella, como si la exposición sólo fuera para ellos dos. En efecto, los espacios de la exposición en Barcelona son más recogidos e íntimos que las aparatosas salas del Grand Palais parisiense: la sobrecogedora sala de las esculturas de hierro, el sorprendente espacio de la fotografía, y sobre todo el de los cuadros azules de Picasso, dominado por el pálido rostro, lleno de aflicción interiorizada, de un Picasso joven, autorretrato sobre fondo azul, color que Goethe definió como el de la nostalgia y el desasosiego.
En París, los visitantes pasaban con una sonrisa en los labios ante el gran lienzo del tándem de Ramon Casas. En cambio por las salas dedicadas a obras de Picasso, Miró y Dalí provenientes de museos de todo el mundo, las muchedumbres avanzaban en silencio de un cuadro a otro, como hechizadas por una sacra ceremonia. De repente irrumpieron allí dos niños guiados por su padre. Sus voces invadieron la sala como el canto de los mirlos en un campo helado. 'Una vaca verde y un gato azul y un ciervo...', contaban los niños ante un miró. 'No, niños, es el cielo estrellado con la luna...'. Pero los niños lo sabían mejor; ante un cuadro surrealista de Dalí enumeraban: 'Un caballo y una señora y un asno blanco...'. 'No, niños, es un unicornio', explicaba el padre, pero los niños a lo suyo: '¡Un asno y una gallina y una vaca roja!'. Un guardián, con las cejas fruncidas de reproche, se acercó al padre y le pidió silencio. Los niños callaron al instante. Y yo me pregunté: ¿qué dirían los creadores de esta fiesta de juego y de imaginación?
Apuro las últimas gotas de vino y pago la consumición. Me levanto y de repente... me dirijo otra vez a la exposición. Esta vez no quiero ver la lámpara modernista, por bella que sea, sino esas mariposas que ya no levantan el vuelo; quiero ver el gato azul y la vaca roja y el asno blanco. Y dejarme mecer por la ilusión de que Barcelona y sus artistas se incorporan de nuevo al mundo sin fronteras de la cultura universal.
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