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LA CRÓNICA
Columna
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El Manolito

En la esquina de las calles de Guardia Urbana y Joaquin Blume, detrás del Palacio de Deportes de Montjuïc, hay un monolito. Es una torre de piedra decorada con una especie de moneda gigante o bandeja metálica que incluye cuatro cruces de Santiago y el perfil de un señor que se parece sospechosamente a Franco, pero con gafas. Ninguna inscripción. Ningún dato. Nada. Me acompaña Joan Sánchez, fotógrafo de este periódico e instigador de esta misión especial en territorio terrícola. Nos acercamos esquivando las toneladas de excrementos de perro que decoran los parterres de nuestra querida ciudad, pero no encontramos rastro alguno que nos informe de la identidad del sujeto homenajeado. Aprovechando la presencia de muchos guardias urbanos en la zona (hay unas oficinas del distrito y una comisaría), intentamos averiguar quién es el menda.

En Montjuïc hay un monolito innombrado. No se trata de Joaquín Blume, sino del general Moscardó. O si lo prefieren, de Manolito, al decir de un guardia ocurrente

El primer agente consultado nos dice que no lo sabe, pero que, por si acaso, pregunte en jefatura. El agente que custodia la puerta de la jefatura no está muy seguro, pero cree que se trata de Joaquín Blume. Le hacemos notar que Joaquín Blume murió joven y guapo y que el tipo del monolito parece mayor y, pese a su cuidado bigotillo, no es demasiado agraciado que digamos. Que vayamos a las oficinas del distrito, sugiere. Así lo hacemos, pero el agente al que le transmitimos nuestras inquietudes lamenta no poder ayudarnos: ni él ni sus compañeros tienen la más remota idea de quién demonios será el tipo del monolito. No nos damos por vencido y consultamos a otro agente. Éste lo tiene claro. 'Es Casanovas', dice. Su rotundidad nos desarma. El tipo del monolito no se parece a ninguno de los Casanovas o Casanova que pueblan nuestro imaginario particular. Ni al héroe nacional, ni al actor, ni al editor del diario Sport. No quisiera ofenderle, le digo, pero, ¿está seguro? Entonces llega otro agente, dicharachero y con acento andaluz. Quiere saber de quién estamos hablando. 'Del hombre del monolito', le digo. 'Ah, del Manolito', repite en una simpática reacción que, si mi sentido del humor todavía funciona, intenta buscar un efecto cómico jugando con el parecido fonético de monolito y Manolito. ¿Lo pillan? Nos acercamos al monumento. Me quedo mirando fijamente el desagradable perfil del homenajeado. Con esa cara de mala leche no es probable que se llame Manolito, me digo. Seguimos paseando por la zona. Que en la calle de Joaquín Blume haya un monolito misterioso y no una estatua del gimnasta me sorprende. Sánchez me cuenta que a pocos metros de aquí, en el recinto del antiguo parque de atracciones actualmente en obras, hay una estatua de Blume. Su autor es Josep Miret Llopart y data de 1966. Representa al gimnasta haciendo su famoso Cristo sobre un fondo de cinco anillas olímpicas. Allí está, muerto de asco, escondido entre la caótica fauna de la zona, rodeado de estruendosas grúas. Cuando pasa el bus turístico, ninguno de los pasajeros se detiene a mirarlo. ¿No sería más lógico poner la estatua de Blume en la calle de Blume? ¿Y ese misterioso Manolito, quién demonios debe de ser?

Al llegar a casa, telefoneo al servicio de prensa del Ayuntamiento. Con la eficacia habitual, me recomiendan que hable con los responsables de estas cuestiones. Tras un par de gestiones, me informan de que Manolito es, en realidad, el general Moscardó. Al oír este nombre, sufro una regresión franquista. Ya saben: los intestinos te someten a una descarga de retortijones y, de repente, empiezas a verlo todo en blanco y negro y a tener alucinaciones con fusilamientos y garrotes viles. El monolito a la memoria del general Moscardó fue inaugurado el 18 de julio de 1959 por José María Porcioles y Juan Antonio Samaranch. El nombre de su autor no consta. Después de la muerte del dictador, con la llegada de los ayuntamientos democráticos, el consistorio decidió eliminar el rastro de la monumentalidad franquista y dejó sin subtítulos los fotogramas de una época que, muchos años después, quizá necesitarían de alguna explicación. Parece lógico eliminar ofensivos yugos y flechas, pero de ahí a dejar recuerdos anónimos que parecen la performance de algún vanguardista hay un trecho. Ya puestos a quitar, ¿por qué no quitarlo todo en lugar de permitir que la erosión del tiempo y de las meadas de perro deterioren este recuerdo de la historia? Los que admiraron al general Moscardó se sentirán ofendidos con razón. Y a los que tenemos más de un motivo para querer olvidarlo, no nos consuela verlo mutilado. Quizá sería más noble conservarlo tal como era en algún trastero para que puedan disfrutarlo los historiadores. Porque, nos guste o no, Moscardó también es historia. Tiene en su hoja de servicios la batalla del Alcázar de Toledo, que inspiró la fundación del periódico del mismo nombre. Ahora, convertido en oxidada placa, sigue resistiendo a su manera. Y aunque yo aborrezca sus ideas, no me parece bien mantenerlo así, despojándolo de su condición monumental por no atreverse a quitarlo del todo o a, por lo menos, ponerle nombre, que tampoco cuesta tanto y así evitaríamos que alguien lo confundiera con Blume. Aunque, pensándolo bien, nombre ya tiene. Se lo puso el guardia urbano dicharachero: Manolito.

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