Terriblemente inteligente
Uno. El nuevo Lliure acaba de presentar -en escenario central, con público a tres bandas- su primer gran espectáculo de la temporada: Victor o els nens al poder (Victor ou les enfants au pouvoir), el bombón envenenado que el dadaísta Roger Vitrac ofreció a la sociedad francesa de los años veinte, y que ha llegado a Barcelona con su carga explosiva intacta, en una soberbia puesta en escena que nos devuelve a un Joan Ollé en plenísima forma. La función, pieza de escándalo en su día, cayó en el olvido hasta que Anouilh, quien veía en ella un clarísimo antecedente de sus piéces grinçantes, la rescató en 1962, con enorme éxito, aunque en nuestro país se haya representado, que yo sepa, en contadas ocasiones.
Roger Vitrac, padre espiritual de Cocteau y Vian, cofundador con Artaud del Théâtre Alfred Jarry, acuñó con su Victor al perfecto enfant terrible: un Hamlet de 9 años que decide celebrar su 'entrada en la edad adulta' haciendo saltar por los aires las estructuras sociales para convertirse en 'una figura importante de la especie carnívora'. En la primera escena, toda una declaración de intenciones, Victor destroza un jarrón de Sévres y chantajea a Lili, la criada de la casa: si no accede a hacerle un hueco en su cama, la denunciará a sus padres. '¡Victor! ¡Pero si eres un niño!', clama la horrorizada criadita. 'No, ya no. Ya no hay niños. Nunca ha habido niños'. Y eso es sólo el principio.
Victor es una incógnita con pantalón corto y mirada larga, una criatura 'terriblemente inteligente', de ahí su fulgor y su condena: su lucidez, que le hace percibir todos los mecanismos sociales, las trampas y las miserias de los adultos, le aboca al delirio poético, a la crueldad y, al fin, a la destrucción. Capaz de las peores canalladas y de ver en la tripa de una nube 'la forma exacta del rayo', hubiera podido ser Maurice Sachs o Paul Eluard, un bribón o un mártir (o ambas cosas a la vez: San Genet, por ejemplo) de no llevar su propia fecha de caducidad como una piedra atada al cuello. En el transcurso de su última fiesta de cumpleaños, el monstruoso Victor revelará el adulterio de su progenitor, montará a lomos de un obispo, rozará el incesto, espoleará la locura patriótica del marido engañado, conduciéndole indirectamente al suicidio, y reventará junto a sus padres cuando está a punto de descubrir 'los resortes secretos de la existencia', mientras la criada grita '¡pero esto es un drama!' y el médico sentencia 'así es como acaban los niños obstinados'.
Dos. El texto de Vitrac, en su perfecta aleación de humor terrorista y lirismo afiebrado, ejerció una dilatadísima influencia (de Ionesco a Kopitt) pero hoy, pese a su virulencia, acaso se resienta de un tercio final un tanto reiterativo, con escenas que giran demasiado sobre sí mismas, en el difícil tránsito que va del vodevil a la negrura definitiva de la pesadilla y la muerte. La adaptación de Joan Ollé, a partir de la traducción de Ferran Toutain, sitúa la pieza en la Barcelona de los años cincuenta, y la interpretación de la compañía, en una perfecta simbiosis de fondo y forma, se desliza por los aceitadísimos rieles de un estilo -la comedia catalana de la época- que evoca una imposible obra de Lluís Elías reinventada por Brossa, utilizando los tics del género como armas arrojadizas. Todos los actores están impecables, matizadísimos (cosa nada fácil, jugando en clave de farsa) y con una energía constante. Carles Martínez ('descubierto' por Ollé en L'hora dels adeus, de Comadira), uno de los más fulminantes talentos cómicos de la escena local, es un Victor inolvidable, mitad Calígula mitad poeta visionario, que lleva la función sobre sus espaldas como si fuera una mochila livianísima; Mireia Aixalà (Esther) construye, raro milagro, una niña gótica sin el menor cliché; el trío adúltero (Pep Tosar, Rosa Renom, Rosa Gámiz) hace pensar en un Strindberg danzado por marionetas furiosas. Guinda del reparto, Mónica López, literalmente una aparición, pasea a su Ida de Mortemart, la duquesa pedómana del tercer acto, con la elegancia de una Silvana Mangano del Ensanche, vestida por Penagos y con la prosodia de Nené Estivill.
La adaptación va mucho más allá de la mera sátira d'un temps, d'un pais. A fin de cuentas, Ollé nos está hablando de su propia infancia de niño canalla y poeta, y por ello, sin renunciar a la ferocidad, contempla con una secreta y desesperada ternura a los adultos, tan víctimas de Victor como de sí mismos. Ésa es la baza más sutil -revelar el dolor bajo el slapstick verbal- de su aproximación a una materia que corría el peligro de agotarse en la mera caricatura arquetípica. Así, el pomposo general Étienne Lonsegur se convierte en un obispo leridano, 'copríncipe de Andorra', cuya latente pederastia está dibujada por Enric Serra con un pincel finísimo empapado en compasión, mientras que el cornudo Antoine Magneau es aquí un perdedor nato, un nacionalista patético y alucinado, obsesionado por Dencás y la revolución del 34, del que un conmovedor Xicu Massó -ya era hora de que volviera a pisar escenario- realiza una verdadera creación, a la altura del mejor Capri. Gracias, pues, a Ollé y a su formidable compañía, el nuevo Lliure ha reencontrado el pulso de sus mejores noches.
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