Pero, ¿qué ocio?
A partir de la segunda mitad del siglo pasado, y durante varias décadas, floreció una nueva asignatura: el estudio de la llamada 'sociedad del ocio', un fenómeno inquietante que se nos echaba encima. Había que prepararse para darle respuesta adecuada a los retos que plantearía el drástico acortamiento de la jornada laboral e incluso el paro involuntario masivo. Después de tantos trabajos, de tantos quebraderos de cabeza, de tanta preparación para la vagancia, el dichoso ocio podría ser ocio dichoso. ¿O no? En cierto modo, se estaba hablando del destino que se le daría a las aceitunas antes de plantar el olivo, vender la piel del oso antes de cazarlo. En realidad, ¿sería siquiera conveniente plantar ese olivo o matar ese oso? Sólo los catastrofistas fruncían el ceño; entre ellos, los neomalthusianos hablaban de un no distante futuro en el que la lucha por la mera subsistencia alcanzaría cotas de crueldad hasta entonces impensable. Los recursos naturales no darían de sí para sostener el aumento de la población en un planeta más y más devastado.
El ocio siempre había sido objeto de atención, en especial por parte de intelectuales y clérigos; y para que fuera positivo habría que renovar el entorno social: la educación era, entre todos los factores, el más importante. Todos los seres humanos están igualmente dotados, edúqueseles igualmente y cualquiera puede convertirse en un Turenne, un Colbert, un Descartes, escribió el gran Helvetius, la figura más grande de la Ilustración, según la escuela de Francfurt. David Hume pensaba probablemente lo mismo; y por supuesto así lo creyeron ilustrados que, sin embargo, al propugnar la igualdad defendían los intereses de su clase social y poco más. El ocio, en definitiva, no sería problema si todo el mundo estuviera capacitado para consumirlo. A mí me cuesta imaginarme una humanidad en la que nadie tuviera una fortaleza mental inferior a la de Platón. ¿No acabaríamos a garrotazos o en suicidio colectivo o nos mataría el tedio?
El cristianismo glorificó el trabajo a partir del capitalismo. Hasta entonces lo había recomendado con calor, pero no como un bien en sí mismo, sino de un modo instrumental, como medio para combatir las tentaciones. El evangelio del trabajo se impuso por más de un medio: a principios del XIX, el reverendo Towsend propuso al gobierno británico el 'cerco del hambre' a los obreros, el único modo, según él, de que trabajaran sumisamente de sol a sol. Consejo en realidad innecesario, pues no hacían otra cosa hombres, mujeres y niños. El yerno de Marx, Paul Lafargue, fue quien con mayor contundencia se rebeló contra el nuevo evangelio, proponiendo a la vez el contrario: 'Desde hace un siglo, el trabajo forzoso rompe sus huesos, atormenta su carne y atenaza sus nervios. Desde hace un siglo, el hombre se desgarra las vísceras y alucina su cerebro. ¡Oh Pereza, ten tú compasión de nuestra miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes de las nobles virtudes, sé tú el bálsamo de las angustias humanas!'.
Puede decirse que hasta la segunda guerra mundial el capitalismo aún presentaba rasgos tan primitivos como predicar por una parte el evangelio del trabajo y por la otra el del ocio. Urgía la acumulación de capital (largas horas de trabajo) y urgía también el consumo propiciado por la creciente productividad y diversificación de los productos; la ética del ocio se abría camino en conflicto flagrante con la del trabajo. Bertrand Russell satirizó este dilema con su habitual sentido del humor. Pero que yo sepa, Russell no profundizó demasiado en la naturaleza y las consecuencias del ocio. Hombre de buen corazón, no quería que los seres humanos consumieran miserablemente sus vidas trabajando como bestias de carga y se sacó de la manga un fragmento de psicología que más parece un sermón: 'El hombre y la mujer normales se tornarán más amables, menos inquisidores e inclinados al recelo. El placer por la guerra se extinguirá, en parte por esta razón, y en parte porque la guerra implica trabajo largo y duro para todos. Una buena naturaleza es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el mundo; y una buena naturaleza es el resultado de la seguridad y de la abundancia y no de una vida de lucha permanente y angustiosa'. Sorprende esta ingenuidad en hombre tan inteligente, y sorprende más si observamos que estas palabras no van precedidas de un estudio de la naturaleza del trabajo, de la del ocio y de la relación entre ambos factores. Platón intuyó más y mejor esta cuestión en sus meditaciones sobre el Estado perfecto. Pura divagación es también, pero en sentido inverso, la teoría de Sigmund Freud: la lucha por la vida es la forja del carácter y muchas personalidades narcisistas o infantiles han madurado sólo cuando se han visto en la necesidad de superar obstáculos a fuerza de trabajo. Lo menos crítico que podemos decir de estas opiniones es que no vale generalizar ni para bien ni para mal, pues al hacerlo, tanto el acierto como el error están garantizados. Más prudente se mostró Keynes, quien tras observar que el mayor problema de la especie humana ha sido siempre la subsistencia, no se atrevió a profetizar qué ocurriría una vez este propósito hubiera sido eliminado de la faz de la tierra.
Estos y otros muchos supuestos, predicciones, profecías, eran para hoy, digamos que para el año 2000, según el título del estudio de Kahn y Wiener. Muy corto nos lo fiaron. En casos como el famoso de la meritocracia de Michael Young, el fiasco ha sido monumental, pues la sociedad basada en el mérito y según las premisas de este autor está tan lejos como jamás lo estuvo. La gente trabaja ahora más, no menos que antes, dice Manuel Castells, aunque no hace falta ser Castells para decir lo mismo. Sobre todo las mujeres, que si antaño se destrozaban las manos y el espinazo con el trabajo del hogar, ahora lo hacen dentro y fuera de casa. Quien no está trabajando busca trabajo y el ocio no es tal sino meramente tiempo libre. Y si acaece un día la sociedad del ocio estará marcada por la penuria, no por la abundancia subvencionada. Una profecía, pero me atrevo a decir que no como otra cualquiera. Islotes de riqueza en océanos de miseria no serán eternos. Si unos no acaban con los otros los otros acabarán con unos. A la sociedad del ocio le aguarda mucho trabajo.
Manuel LLoris es doctor en Filosofía y Letras.
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