Los mejores carteles de Arroyo
El Círculo de Bellas Artes expone las irreverentes obras publicitarias del artista madrileño
Con Eduardo Arroyo (Madrid, 1937) cabe comprobar que la pintura de carteles es uno de los géneros visualmente más refrescantes. Al menos eso es lo que críticos y sabedores de arte señalan cuando de tal pintura hablan. A esta opinión misma van a dar muchos veedores de exposiciones, sufridora especie maltratada en Madrid por el aturdimiento al que eruditos sin alma y sin cultura de vida le someten. Otra cosa es lo que de ese género piensen los propios plásticos. En ocasiones, un esquema pictórico simple implica desafíos terribles.
El cartelismo es un género aparentemente sencillo: formato y continente brindan a los que buscan significar desde sus mimbres una combinatoria, apenas binaria, apta para dar expresión -y en ocasiones altura- a ese torrente apasionado de colores que acostumbra anidar en el pecho de los mejores cartelistas y que ellos pretenden destilar en sus jugosos trazos.
Eduardo Arroyo
Círculo de Bellas Artes. Sala Pablo Picasso (Marqués de Casa Riera, 2). Hasta el 23 de marzo.
El cartel viene a ser un tablero de ajedrez donde las posiciones, combinaciones de luz y figura, fondo y signo, masa y silueta, están claramente fijadas; tanto, que el juego en sí, el gozo creativo -desde afuera percibido recreativamente, tal es el trato- puede luego alzar el vuelo en libertad hasta devenir arte.
Fue el caso de los carteles de Josep Renau. Uno de sus herederos, Eduardo Arroyo, expone hasta el 23 de marzo en el Círculo de Bellas Artes. Lo mejor de su cartelería ha sido reunido con un criterio descriptivo eficaz, porque ninguno de los elementos necesarios para informarse de su obra ha sido descartado en esta exposición -vespertina, entre las 17.00 y las 21.00- que hay que ver: entretiene e incita.
A simple vista, sorprende lo igual a sí mismo que resulta este cartelista a lo largo de su evolución plástica por los meandros de este género. Un objeto, el sombrero, bien humanizado por Arroyo, parece dar vida a todo este despliegue desde 1963 hasta este mismo año, plazo que la exposición de carteles abarca.
Los sombreros de Arroyo -alas, cintas, cimbreantes sombras- están cargados de un poder sígnico que encara recurrentemente desde entonces a hoy, como si se tratara del tótem de una autoridad que él, profesional de la irreverencia y de la parodia tal cual sus críticos remarcan, intentara siempre disolver, bien que sin la convicción plena de lograrlo, como su eterno ritornello muestra.
En ese singular Quevedo de Eduardo Arroyo cristalizan algunos de los mejores ecos de aquel deslumbrador Equipo Crónica, al que tantos deben tanto y Arroyo no es excepción. Rafael Solbes y Manuel Valdés, experimentadores de luces y de trazos, cargados de esa sabiduría que sólo la memoria comprometida gesta, reiventaron antes que nadie un tramo necesario del arte figurativo que, en España, permanecía inenunciado por la vacuidad que la represión -concretamente aquí y entonces, franquista- dejó suspendida de las almas de muchos creadores.
Con la misma dignidad rabiante de cuya expresión fue pionero Renau, luego también valientemente esgrimida por Genovés y Corazón, más tantos otros, con esa bravura que sólo los artistas saben traducir en provocación imbatible, los plásticos españoles de los años sesenta supieron traer, también hasta el cartelismo, la victoria en una pugna a muerte que, gracias a muchos de ellos, todos ganaríamos.
En aquella lid Eduardo Arroyo dio su contribución. Luego, para sí, la ha ido ampliando con el alza del gradiente de su plástica irreverente y tragicómica, como a él le gusta definirla. Vean a Eduardo Arroyo, clásico transgresor hispano: sus boxeadores, explosivos, toreros, tan cosmopolitamente eficaces... Una buena porción de la cartelería española les aguarda.
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