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Crítica:CRÍTICA | TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Veracidad de lo siniestro

Más que existencialista en sentido estricto, la novela que basa este montaje es una especie de repertorio de afirmaciones que intentan descender a los abismos de la motivación de la conducta humana, todo ello desde las alturas y llevado de cierta propensión por la ceremonia de una prosa mediterránea. Hay que prescindir aquí de la anécdota, porque si se admite que la hay no queda más remedio que tomar el texto como una sucesión acumulativa de detalles, para insistir en que el hecho central del relato -un abogado de prestigio se ve preso de una crisis sin remedio por un episodio irreversible de cobardía- puede ser tan irrelevante que basta para alimentar la sospecha de que que funciona como pretexto para una exposición que toma la vida misma como asunto y en la que Albert Camus habla por boca de su personaje.

La caiguda

De Albert Camus, en versión de Rodolf Sirera. Intérprete, Francesc Orella. Vestuario, Joan Miquel Reig. Composición musical, Joan Cerveró. Iluminación, espacio escénico y dirección, Carles Alfaro. Coproducción de Moma Teatre y Teatre Nacional de Catalunya. Espai Moma. Valencia.

Todo eso carece de interés a estas alturas, como es natural, y lo que cuenta es constatar que con trabajos como éste o como Nascuts culpables, de la temporada pasada, Espai Moma se convierte en el espacio teatral más interesante de la ciudad y Carles Alfaro en el director de más talento. Es cierto que la versión de Rodolf Sirera ayuda poco a comprender la motivación del personaje, que a menudo oscila entre el respeto por las claves básicas del texto y la conservación de pasajes prescindibles, como también lo es que la apuesta por el tema del espejo, según la cual el desdichado protagonista carecería de interlocutor real y se hablaría en realidad a sí mismo, resulta bastante discutible. Pero estas debilidades de concepción no empañan los logros obtenidos en un magnífico trabajo.

Hay un espacio escénico que funciona sin fisuras en la dirección que el director quiere atribuir a su montaje, una iluminación modélica porque su tenebrosidad está en línea con la oscuridad fragmentada que desgrana el personaje en su monólogo, una música muy inteligente que matiza más que subraya, y, sobre todo, una actuación espléndida de Francesc Orella, doliente cuando así conviene, exultante cuando es necesario, siempre al borde del abismo de un cansancio sin recuperación posible. No ya los registros de voz, que son notables, sino el manejo de las manos en el contexto de un cuerpo muchas veces condenado a una inmovilidad de camastro, que a veces se reduce a la sabiduría del que está al cabo de la calle sobre cómo un movimiento de los dedos puede llenar un escenario mientras la voz salmodia, escupe o retiene la información del texto.

Un trabajo ejemplar de un actor que vence sin esfuerzo la tentación del histrionismo para representar con un amplio repertorio de matices el desamparo desigual de su personaje. Quizás habría que recortar alguna cosa, pero casi todo lo que se ve resulta impresionante. Algo cada vez menos habitual en nuestros escenarios.

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