Tony Blair y Harry Potter
Las tres principales exportaciones culturales del Reino Unido en el último año -me refiero, por supuesto, a Harry Potter, Frodo Baggins y Tony Blair- tienen algo en común. Dentro de un envoltorio moderno, cinematográfico y de alta tecnología, lo que hay es sorprendentemente inglés y tradicional.
En La comunidad del anillo, la comarca de Tolkien es una fantasía idílica de la vida rural inglesa anterior a 1914. En pleno comienzo del siglo XXI, millones de espectadores de todo el mundo se ven transportados a una escena bucólica y muy inglesa de hace cien años. El pequeño y valiente hobbit Frodo Baggins que se dirige a Mordor es un soldado inglés que va a la guerra contra el Kaiser, o Hitler, o tal vez Stalin, el Sauron rojo. Como explica convenientemente un elfo, sus camaradas proceden de 'los pueblos libres del mundo'. Los valores que exalta Tolkien son la lealtad, el valor, el compañerismo, el patriotismo, la capacidad de sacrificio.
La mayoría de los países europeos no tienen grandes ambiciones de poder, pero sí quieren saber cómo ser más prósperos, estables, civilizados y seguros
Lo que está presente en todos los discursos de Blair sobre política exterior es una preocupación, casi una obsesión, por el liderazgo
Todavía más extraño es el caso de Harry Potter y la piedra filosofal. Si se le quita toda la magia, nos encontramos con una típica historia sobre la vida en un internado privado inglés (que, para más confusión, en Inglaterra se llama 'escuela pública'). El libro y la película se detienen cariñosamente en todos los mínimos detalles de los uniformes escolares, las normas, los privilegios, los colores de cada casa, etcétera. Los valores son la lealtad, el valor, el compañerismo y, por encima de todo, el espíritu de pertenecer a una casa, como se ve cuando la brillante actuación de Harry como medio melé -perdón, buscador, en el Quidditch- proporciona la gloria a Gryffindor, frente a la pérfida Slytherin. (Si se creen que los nombres escogidos por J. K. Rowling para las torres del internado son extravagantes, piénsese que las dos casas rivales en Fettes College, el colegio privado en el que estudió Tony Blair, se llaman Moredun y Kimmerghame).
Y luego tenemos Tony Blair y la comunidad internacional, que acaba de estar en cartel en los aeropuertos de África occidental. A pesar de todos los trajes de Nehru, el oropel y el internacionalismo programático, Tony Blair sigue siendo un ejemplar totalmente típico del colegio privado ('escuela pública') inglés. A cualquiera que haya tenido el dudoso privilegio de estudiar en un Hogwarts de verdad, el lenguaje corporal y el estilo de Blair le recordarán irremediablemente al prefecto de su colegio, el 'jefe de casa'. Resulta extraño, porque en Fettes College era más bien el rebelde, no el chico bueno. Pero recuerdo con claridad (espero que esto no sea infringir la Ley de Libertad de Información) que, cuando se nos invitó a unos cuantos a ir a hablar de Europa con él poco antes de las elecciones de 1997, a alguno -¿tal vez al propio Blair?- le sirvieron el té en una taza de Fettes College. Es significativo eso de la vieja taza del colegio.
Lenguaje corporal e idioma
Y no sólo es cuestión del lenguaje corporal. Es también el idioma inglés. En el discurso sobre Europa que pronunció en Varsovia, por lo demás excelente y lleno de lucidez, de pronto calificó a los británicos como 'una raza isleña orgullosa e independiente (aunque con mucha sangre europea por nuestras venas)'. ¡Una raza isleña! Hobbits, un paso adelante. Cuando habló sobre Estados Unidos en la conferencia del Partido Laborista el año pasado, pudimos oír la cadencia de la capilla escolar: 'Estábamos con vosotros desde el principio. Estaremos con vosotros hasta el final'. En esa misma ocasión, más adelante, decía: 'Debemos como país, y yo lo hago como primer ministro, dar gracias por el esplendor, la dedicación y la profesionalidad de las fuerzas armadas británicas'. Detengámonos un momento en la palabra 'esplendor' -no es un término que uno asocie instantáneamente a los soldados-, y nos daremos cuenta de que es la forma sustantiva del adjetivo coloquial 'espléndido', como en 'espléndida actuación en el Quidditch, Harry'.
Más en serio, lo que está presente en todos los discursos de Blair sobre política exterior es una preocupación, casi una obsesión, por el liderazgo. El Reino Unido, decía este año ante un público indio, ha perdido un imperio, pero ha encontrado un 'papel en la moderna política exterior', nada menos que un papel de 'socio fundamental'. Es un tema que aparece en todas sus declaraciones sobre Europa. 'Para el Reino Unido', explicó en Varsovia, 'estar en el centro de influencia en Europa es una parte indispensable de tener influencia, fuerza y poder en el mundo'. Es tener influencia... para tener influencia. El Reino Unido tiene que ser Gryffindor entre las casas de Europa, y Harry Blair -sir Frodo de la comarca- nos conducirá allí.
Todo esto no tiene por qué ser malo. Sería extraño que un dirigente nacional no quisiera que su país esté lo mejor posible. El que los valores de Potter, Baggins y Blair sean anticuados no quiere decir que sean menos admirables. Y la fascinación por el liderazgo, unida a una fuerte motivación moral, ha hecho que Blair acertara en varios momentos oportunos. Hizo bien en tomar la iniciativa en Kosovo, en general ha hecho lo correcto en Afganistán y tiene razón al dedicarse ahora a destacar los problemas de un continente africano empobrecido y cargado de deudas.
Pero su manera de abordar las cosas tiene dos peligros. El primero es que, pese a todos los intentos de proyectar la imagen de este país como un lugar moderno, del nuevo siglo, que mira hacia el futuro -¿se acuerdan del cool Britannia, o de 'la Gran Bretaña remozada'?-, el Reino Unido siga dando una sensación anticuada, con un trasfondo, unas formas de expresarse y unas obsesiones particulares que, a quienes escuchan en Nueva Delhi, Madrid o Estocolmo, pueden parecerles elementos curiosamente anclados en el pasado, aunque el impulso consciente sea el de avanzar todos juntos hacia un reluciente futuro globalizado.
El segundo peligro es que se olvide del justo equilibrio necesario en el arte de gobernar. A Blair se le da muy bien explicar el papel que quiere que desempeñe el Reino Unido para favorecer el interés nacional. Se le da bien expresar una visión moral para el mundo, en interés de toda la humanidad. Nada que objetar. Pero el bienestar futuro de cualquier país depende de su capacidad de identificar y trabajar, a veces de forma indirecta, para conseguir posturas que le sean favorables entre los Estados más importantes para él. En nuestro caso, esos Estados son, sobre todo, los europeos. Europa es el reto exterior que hará que el segundo mandato de Blair resista o caiga.
El papel de Francia
Para lograr ese objetivo hay que articular, no el interés nacional ni el mundial, sino un interés europeo. En mi experiencia, a nuestros socios del continente europeo les desconcierta a veces que Blair hable sin cesar del 'papel' del Reino Unido, su 'liderazgo', su 'influencia', etcétera. Algunos, como Francia -la vieja Slytherin frente a nuestra Gryffindor-, tienen esas mismas aspiraciones, pero les parece descortés o poco político resaltarlas demasiado en el extranjero. Sin embargo, la mayoría de los países europeos no tienen grandes ambiciones de poder, pero sí quieren saber cómo pueden ser más prósperos, estables, civilizados y seguros. Lo que quieren oír decir a un dirigente inglés es en qué medida les va a ayudar a conseguirlo su versión del proyecto europeo. Quieren que hable menos del Reino Unido en Europa y más de Europa, por las buenas.
Por muy dotados que estén Potter y Baggins como embajadores británicos, no son las almas gemelas capaces de ayudar a Blair a dar con ese mensaje. La batalla por el espíritu de Europa no se va a ganar en el terreno de juego de Hogwarts.
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