El hermano más listo de Thomas Mann
Cada vez que tengo la oportunidad de ver La mujer del cuadro, la oscura trama que relaciona nuestras experiencias y da forma a nuestra memoria me conduce a la tragedia del profesor Unrat, quizá porque la amarga peripecia del académico alemán también se divulgó a través del cine, al encarnarse en el volumen exacto y deseable del Ángel azul. Hace unos días, la pantalla minúscula casera -lo de la pequeña pantalla queda para algunas salas comerciales de Barcelona- me ha permitido volver a contemplar la pesadilla del respetable Edward G. Robinson bajo los efectos secundarios de una pasión tardía. Y, de nuevo, he asociado su sufrimiento al de aquel pobre académico, el profesor Rat, al que sus colegas y alumnos inoculaban el prefijo Un para formar la palabra basura, mucho antes que su cautiverio afectivo le hiciera despertar, todas las mañanas, convertido en un monstruoso insecto. La historia tiene diferencias francas, entre ellas las que separan la apariencia de la realidad. La película de Fritz Lang es una ficción dentro de la ficción, un sueño dentro de una fantasía. Y, desde luego, la actitud indefensa de la borrosa Joan Bennet nada se parece a la frialdad con que la mirada de Medusa de Marlene Dietrich petrifica el destino del ilustre ciudadano. Sin embargo, ambas poseen esa piedad que produce el deseo en una edad inconveniente, la compasión por la torpeza de la madurez cuando atisba ansiosamente el esplendor despótico de la juventud y la belleza. Ambas nos advierten de los peligros de salir de una vida ordenada, de quebrantar los márgenes indolentes de las costumbres para ser leales a una pasión que se paga al contado, que se compra con el prestigio, con la felicidad y hasta con la vida.
Siempre me ha dolido la escasa fortuna del autor de Profesor Unrat, aunque compartir apellido en la familia Mann no resultó, salvo para Thomas, un ejercicio demasiado saludable. Que se lo digan a Klaus, el hijo que hubo de soportar la crueldad exquisita de Dolor precoz, sirviendo de lóbrega inspiración para la elegancia escultural de las frases talladas por su padre. Pero que se lo digan, sobre todo, al honesto Heinrich, sepultado bajo los escombros de la fama de su hermano, recluido en la penumbra de un papel secundario, arrinconado en la instintiva tendencia a apreciar su talento sin otorgarle las condiciones del genio. A Heinrich Mann, la literatura no le dio la oportunidad de medirse desde su obra personal, aislada y reducida a sí misma, sino que le impuso una constante comparación con la excepcionalidad. Su expresiva crónica de una reputación desvencijada por el deseo había de desplomarse al contacto de La muerte en Venecia, con la facilidad con que el aliento desmantela el cuidadoso equilibrio de un fragmento de ceniza. La pasión prohibida del profesor Aschenbach adquiría, como todo lo que tocaba Thomas, la consistencia solemne de un líquido sagrado. Los libros dedicados a Enrique IV establecían el vigor político de una época decisiva, pero su competencia con La montaña mágica silenciaba los escenarios minuciosos del Renacimiento francés bajo la fatigosa envergadura de un gigantesco observatorio moral, a cuyos pies yacían las preguntas esenciales de una Europa en crisis. Las brillantes cabalgatas de caza y los estertores de la batalla poco podían hacer frente a aquella soberbia estatura de un sanatorio alzado sobre los síntomas de una enfermedad generacional, protegido por la atmósfera sepulcral de la amenaza de la muerte.
La sumisión de la obra de Heinrich Mann a esa orilla inexpugnable que habitaba su hermano ha ido silenciándolo como no lo habría hecho, quizá, sin la terca obligación de compartir un apellido. Cuando uno observa, por puro instinto básico, programas televisivos en que jóvenes artistas pestañean al borde de las lágrimas, apesadumbrados por lagrandeza de sus progenitores; cuando uno asiste al lloriqueo de toreros, cantantes, bailarinas y actores presuntamente sumergidos en la ciénaga de su apellido; cuando uno contempla a determinados personajes exigiendo 'ser ellos mismos' tras haberse abierto paso a dentelladas de estirpe, conviene correr a la biblioteca y rescatar un libro casi olvidado y a un autor al que esquivó la gloria, deslumbrada por la facilidad de la perfección y la luz agotadora de la palabra exacta. Podemos ir en busca de una vieja edición de El súbdito para encontrar en esa biografía del buen alemán Diederich Hessling la rectitud cívica y el sentido común que nunca flaquearon en Heinrich y que, en cambio, en alguna ocasión perdió Thomas.
Conviene releer esa parodia de una infancia, juventud y madurez del ciudadano ejemplar del Segundo Imperio, siempre dispuesto a humillar al débil, siempre preparado para inclinarse ante la autoridad, siempre enérgico para mancillar la inocencia, siempre cobarde para medirse con sus iguales. Conviene comparar esa metáfora de un carácter, de una cultura, cuya edición interrumpieron las autoridades bávaras al inicio de la Gran Guerra, con la actitud de Thomas Mann cuando se hundía en el entusiasmo nacional y el pesimismo de la derrota escribiendo sus deleznables Consideraciones de un apolítico antes de avergonzarse del uso de sus principios por los plebeyos nazis. Heinrich Mann nunca pretendió salvar la cultura alemana porque estaba demasiado ocupado tratando de proteger la civilización europea. En ese aspecto, demostró una perspicacia de la que careció Thomas, impresionado por los presagios altivos de la decadencia nacional. Evitó el arrepentimiento evitando el error. En eso, demostró su solvencia moral cuando tan difícil era ver el camino recto. Ese trayecto que a veces no es el más corto, sino que atraviesa la infame lentitud del sacrificio.
Ferran Gallego es profesor de Historia contemporánea en la UAB.
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