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Columna
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La realidad estaba allí, ¿verdad?

Llegan los carnavales. Y, antes, ha sido Santa Águeda y vendrá todo ese conjunto de festejos que preceden a la Doña Cuaresma, ya olvidada en nuestra cultura laica. Y el jueves lardero (pingüe, mantecoso), tan querido por algunas ikastolas, que corresponde al giovedí grasso de los italianos o al viejo jueves gordo (paradojas del neovasquismo). Tolosa será esos días una fiesta. Y, viendo todo eso, viendo a la gente divertida o muriéndose de frío (pongamos que en Vitoria), uno tiende a creer -a pesar de lo disparado de nuestro mundo político y, especialmente, a pesar de esa bestia de ojos muertos e incoloros que mata- que el fondo real de las cosas continúa intacto. Esa impresión tan normal entre nosotros de que el río de la vida continúa y arrastrará finalmente la pesadilla.

Y, sin embargo, no es así. No es así a pesar de que muchos de nosotros lo hemos creído o lo creemos. A pesar de esa cierta tranquilidad indiferente y un punto engreída con que decimos: Nada, no inquietarse. En el fondo el tejido empresarial vasco es de los más activos en esta parte del mundo, la sociedad está asentada y participa de los valores humanistas. La marea humana va en otra dirección. ¿Acaso no somos un pueblo civilizado occidental? Todo eso arrastrará o se sobrepondrá, final y definitivamente, al sonambulismo de nuestros dirigentes políticos y a la bestia de la pezuña sucia que nos golpea la cara.

Vivimos un mundo en el que la normalidad está asentada. Hay, sí, problemas de pobreza o marginalidad, los sexos son discriminados y las tragedias domésticas están al orden del día, hay aún bolsas de paro en la margen izquierda y vemos casos de mendicidad o lugares en que las chicas inmigrantes se prostituyen para poder sobrevivir. Cierto. Pero es lo que ocurre en todo el mundo occidental. Y, como si estuviéramos en un palco desde el que se observa el teatro de la vida, vemos a jóvenes reventar un cajero, rociar de gasolina y quemar coches, atacar con cócteles molotov a furgones de la Ertzantza. Y sobre todo leemos. Es el mundo de papel, que nos toca poco. Leemos que ocurrió este fin de semana en tal o cual localidad. Leemos que a cierto concejal, periodista o ertzaina fueron asesinados (hace tiempo que no, afortunadamente), que se ensayan nuevos métodos de asesinato, que algunos partidos tienen problemas para presentar candidatos en las próximas municipales (a ver, si van a ser carne de cañón) o que los periodistas se congregan en el Peine de los Vientos. Y leemos que el final de todo eso, el final de la amenaza al derecho a la vida, se supedita cínicamente al derecho a la autodeterminación (Batasuna, este 27 de enero). Pero, nos tranquilizamos: el río de la vida, la fuerza de los hechos, arrastrará todo eso.

Y no nos damos cuenta hasta qué punto toda la sociedad -y, en especial, ciertas generaciones- está contaminada de olor a sangre y suciedad, hasta qué punto la amenaza de la bestia es real y general para cada uno de nosotros. Creo que hoy el animal pestilente de sucia pezuña, ése que sentimos en el día a día a base de miedo o simplemente discreción, que leemos en los papeles, y que algunos, periodistas, concejales, ertzainas, sienten en sus propias carnes, está entre nosotros y no podemos ya mirarlo desde el palco.

Está en sectores de una generación que quedó colgada de cierta experiencia antifranquista; los eternos combatientes, aquéllos que, a pesar de todos los horrores de la dictadura, organizaron su vida como una venganza, como una forma de estar contra su propio fracaso existencial. Y está en las jóvenes generaciones nacidas en los ochenta que han crecido siempre cerca del cielo. Descreídas de un Estado democrático que amparaba a los GAL, miembros de un gueto social y cultural que favorece la adolescencia, crecidos en la imagen legendaria de gente como Argala o Txomin, animados en cierto irredentismo por un PNV (incluido el Gobierno Ibarretxe) que se salió de vía y va campo a través, siempre se sintieron en las puertas de algún cielo (vasquista o socialista) y poco les ha importado el tiro en la nuca con tal de alimentar su exaltación.

El río de la vida no arrastrará todo eso (puesto que lo contamina). Habrá que depurarlo, si no se quiere que el propio río, la vida misma, quede parada.

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