Eurosoberanía y Constitución
Existe una controversia nada transparente y menos aún explícita acerca de las posibles reformas constitucionales. El fondo del asunto tiene su importancia, y hunde sus raíces en el curioso, y eficaz, proceso constituyente de 1976-1978. El compromiso democrático de aquellos años, visto en perspectiva, no fue otro que el de admitir un tránsito de la dictadura a la democracia a los menores costes sociales, económicos y políticos para todos los agentes sociales. Para los no democrátas, que es forma suave de tildar, la Constitución era el punto de llegada, el máximo de concesiones a la manera del principe de Salina según Lampedusa. Para los demás un punto de partida, común eso sí, y pacífico, a partir del cual podrían abordarse espinosas cuestiones del pasado: desde la forma del Estado a su plasmación territorial y administrativa. Sin duda alguna, para los primeros cualquier cambio es herejía, aunque buenas dudas, cuando no rechazos, experimentaron a la hora de votar la Constitución. Para los segundos el compromiso se vinculaba al funcionamiento institucional, y a su desarrollo en el tiempo.
Ocasión hubo, entre esperpento y drama, de comprobar las resistencias en términos de violencia. Y ocasión hay en que la obstinación por fijar de una vez por todas lo que la realidad desmiente se convierte en bloqueo de desarrollos que la inmensa mayoría reclama y la realidad exige. El temor a la reforma constitucional sólo pueden albergarlo los que consideran nuestra Carta Magna como una carta otorgada, y nunca como un texto en el que caben las interpretaciones, las lecturas, y por supuesto las reformas.
Viene ello a cuenta de ciertas, y reales, cesiones de soberanía que tanto afanan a los inmovilistas. La moneda común, el euro, por cierto una moneda sin Estado cuando hay estados que se quedan sin moneda por otras circunstancias. Junto a la fuerza y las fronteras, los últimos vestigios sagrados de la unidad nacional de los viejos estados nacionales. Decenios de orgullo patriótico tras el símbolo monetario reducidos a escombros por una decisión oportuna de hace una década y recibida con alborozo por la ciudadanía. Y a continuación la seguridad y la defensa, comunes por encima de las fronteras de recuerdos macabros. O la fragmentación del Estado en parcelas, que siéndolo, tienden a configurar, han configurado, un nuevo Estado, cuasi federal, decimos, y de desarrollos desiguales, como corresponde a las desigualdades de origen, a los intereses de cada comunidad.
Esto son evidencias. La defensa del vetusto Estado nacional, en base a presuntas comunidades originarias, ideológicas, carece de rigor, y además es innecesario. La condena del nacionalismo excluyente -¿hay alguno que no lo sea?- no puede ampararse en otro nacionalismo, decrépito, ineficaz, y desde luego siempre nefasto a lo largo de nuestra historia común, la historia común de pueblos diversos que hoy forman la democracia española.
Las instituciones políticas y administrativas europeas son fuertes. Ahí está el Banco Central, más autónomo que la misma Reserva Federal norteamericana. O los comisarios, alguno de los cuales, como Monti puede poner en entredicho sagrados cánones de la economía de mercado a las empresas multinacionales. La política europea es todavía débil. El recelo de los estados nación residuales todavía impide avanzar en ámbitos como las convergencias reales en las prestaciones sociales, o en la acción exterior de la Unión Europea.
Los estados nación todavía tienen un papel de suma importancia para la ciudadanía. Garantizar en su ámbito las conquistas del bienestar, contribuir con eficacia a la igualación de las prestaciones, asegurar la cohesión y la igualdad de sus sociedades. La remisión de su papel, como quieren nuestros conservadores, a las unidades patrias resulta esperpéntico cuando no cruel en lo que supone de negación de avances respecto del reconocimiento, activo, de la pluralidad de origen, de las identidades diversas, que, además, ahora, se aprestan al influjo creciente de las migraciones, con su carga y contenidos de nuevas identidades y nuevas culturas. La tradición de los viejos valores europeos, formulados magistralmente por la Ilustración, de libertad siempre, igualdad como aspiración y solidaridad, constituyen el elemento de referencia, y no las batallas, que siempre fueron contra alguien.
Acomodar nuestra Constitución a estas nuevas necesidades no conculca ninguno de estos valores. Antes, por el contrario, contribuirá a asentar la lealtad constitucional, lejos de cualquier patriotismo, que, como es sabido, de sentimiento noble se traduce en espúrea acción excluyente. Y la lealtad a los valores que la Constitución acoge comienza por su aceptación por la mayoría, incluidos los disidentes.
Todo ello, además, necesario desde los tratados constitutivos de la Unión en Maastricht, que los obcecados de pasados más o menos imperiales parecen ignorar. Estamos ante un nuevo proceso constituyente, de una nueva soberanía, la de Europa.
Ricard Pérez Casado es doctor en Historia y diputado socialista por Valencia.
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