Vida después de la matanza de Atocha
Dos pistoleros de la extrema derecha asesinaron hace 25 años a cinco militantes del PCE para acabar con la transición
Eran unos tiempos en los que luchar por la democracia le podía costar a uno la vida o sufrir heridas con secuelas. Al comenzar el año 1977, la ley de Reforma Política, patrocinada por Adolfo Suárez, había sido aprobada en referéndum. Partidos y sindicatos vivían en el claroscuro de la tolerancia, pero no todavía en la legalidad, aunque ya se divisaba. Se perfilaban las primeras elecciones democráticas, aunque todavía quedaba el tabú de cómo integrar al PCE en la vida política sin que el Ejército dijera nada y no 'actuara' el aparato residual del franquismo. En este contexto se produjo la matanza de Atocha.
Era el lunes 24 de enero de 1977. El abogado Miguel Sarabia se llevó una sorpresa al ver la inusual estampa del conserje del despacho de abogados laboralistas (vinculado al PCE) de la madrileña calle de Atocha, 55, que caminaba hacia atrás con las manos en alto. No era su lugar habitual de trabajo, pero allí se iba a celebrar una reunión para tratar temas relacionados con el movimiento ciudadano. Sarabia recuerda que inmediatamente aparecieron dos individuos armados, uno con trenca y otro con anorak y capucha que le cubría la cabeza. Un tercero vigilaba la puerta de entrada (Fernando Lerdo de Tejada). Los intrusos preguntaron por 'Navarro', aunque nadie en la oficina sabía quién era, y conminaron a los presentes a tener 'las manitas arriba'.
Ruiz Huerta se apretó el vientre para detener la hemorragia y se acurrucó en un rincón. El tiroteo cesó y los asesinos se marcharon. Luis Ramos le dijo entonces: '¡Miguelito, nos han matado!'
En aquel piso tercero, la sala central, en la que habían irrumpido los pistoleros, daba a diversos despachos, los servicios y un pasillo. El que vestía anorak, que resultó ser Carlos García Juliá, de 24 años, militante de Fuerza Nueva, recorrió todas las habitaciones y arrancó los cables telefónicos. Se tropezó con dos personas a las que conminó para que fueran a la entrada. Se sorprendió al comprobar que uno de los abogados había estado aquella mañana negociando en un sindicato franquista (tratando de tú a tú a uno de sus jefes), nada menos que 'un comunista'. Entonces García Juliá y el otro asaltante, José Fernández Cerrá, comenzaron a disparar a las nueve personas reunidas en la sala de entrada. Uno de los abogados, Alejandro Ruiz Huerta, tuvo suerte al rebotar una bala en un bolígrafo. No obstante le hirieron varias veces en una pierna. Se hizo el muerto durante dos minutos, lo que le pareció entonces una eternidad como si hubieran pasado dos años. Ruiz Huerta vio a su compañero Enrique Valdelvira en el suelo, muerto.
Al comenzar el tiroteo, Sarabia se encontraba en la puerta que daba al pasillo con las manos en alto. Instintivamente, comenzó a girar 180 grados muy despacio, lo que tal vez le salvó la vida, pero fue herido muy gravemente en el intestino. Se apretó el vientre para detener la hemorragia y se acurrucó en un rincón. El tiroteo cesó y se fueron los asesinos. Vio el luctuoso panorama de los compañeros muertos. Y otro, Luis Ramos, le decía: 'Miguelito, nos han matado'.
En el suelo estaban los cadáveres de Valdevira, el conserje Ángel Rodríguez Leal y Javier Benavides. Los también abogados Serafín Holgado y Francisco Javier Sauquillo yacían en el suelo, heridos de muerte (fallecieron al día siguiente). Además de Sarabia, Ramos y Ruiz Huerta, se encontraba malherida María Dolores González Ruiz, compañera de Sauquillo. Éste fue el panorama que se encontraron los policías (entonces los grises por el color del uniforme) al llegar al despacho. Una de las víctimas pudo hablar por teléfono desde la sala de espera, porque este aparato curiosamente no lo habían desconectado los agresores. A los cuatro heridos se los llevaron inmediatamente a diversos hospitales.
Luis Martí Mingarro, actual decano del Colegio de Abogados de Madrid, rememora aquel hecho 'dirigido contra unos abogados que ejercían la profesión de defender jurídicamente a otras personas'. Y a pesar de esto, 'en el Colegio tuvimos mucho empeño en que estos desalmados gozaran del derecho a la defensa con todas las garantías'. Era una manera de poner una de las primeras piedras del régimen democrático, que tanto se anhelaba.
Los cuatro supervivientes han vivido estos 25 años con los amargos recuerdos de Atocha. María Dolores González Ruiz, que también había perdido unos años antes a Enrique Ruano, 'que se cayó' por una ventana de una dependencia policial franquista, prefiere guardar un discreto silencio. Luis Ramos sigue ejerciendo de abogado, al igual que Sarabia. A éste la herida se le complicó con una hepatitis y le salió una fístula. Ahora trata de vender a los 75 años su bufete. Ruiz Huerta ha aprendido durante estos 25 años el oficio de sobrevivir, como le ha enseñado Fernando Pessoa. Recuerda aquellas fechas porque hay que saber colocar aquella historia en su sitio y cita al poeta Paul Eluard: 'Si el eco de su voz se debilita, pereceremos'. Es profesor de Derecho Constitucional y acaba de publicar el libro La memoria incómoda en la editorial Dossoles.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.