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El triunfo de una operación

No es obligatorio que le guste a todo el mundo, los reality shows pueden ser un apósito más del ocio sobrante de nuestro tiempo, y yo aún no he encontrado sustituto verosímil en la programación televisiva a las películas -antiguas, de preferencia- y a las retransmisiones deportivas, pero hay muy sólidas razones para que, entre el piélago de historias de esas del 'espejo en medio del camino', Operación Triunfo sea todo un triunfo de operación.

Y es que es la antología más completa y mejor fundamentada de todo lo que se ha hecho en el género desde que se inventó Ésta es su vida. El programa que muy idóneamente presenta Carlos Lozano es a la televisión basada en historias de personajes reales lo que la Enciclopedia fue a la Ilustración, un compendio universal.

En él encontramos el reencuentro sorpresa con los abuelitos -que, además, vienen de la Argentina en crisis- de una de las concursantes; los retazos de vida cotidiana de Gran Hermano, sólo que bastante más convincentes en su, seguramente estudiada, naturalidad; la competición soterradamente intensa de Supervivientes, pero sin necesidad de idear incomprensibles rituales en islas lejanas; la clásica gala musical de Noche de fiesta; y de todas las novelas rosa de Isabel Gemio, Paco Lobatón y Concha Velasco, con su revelación amable de la vida como es. Pero con una salvedad que lo coloca por encima de todo lo conocido hasta la fecha. Hay una base real para que el público se sienta participante, no sólo porque hasta puede votar, sino porque nos hallamos ante un verdadero concurso de méritos, en una verdadera academia, con verdaderos profesores que saben de lo que hablan y, simplemente, estando ante las pantallas le informan al espectador de cosas que le interesan, pero que seguramente ignora. Es como si los locutores de retransmisiones deportivas le hicieran la gracia al televidente de incluir en sus comentarios todo lo que ellos saben -y no siempre suelen- sobre la proeza atlética en cuestión y que el público desconoce.

Como alguien dijo un día que la perfección es cosa fascista, el programa de la TVE-1 no tiene ni siquiera en eso desperdicio, porque evita cuidadosamente ser perfecto. Tanta bondad, tanta fraternidad entre los concursantes, cuando saben que de todos ellos sólo uno se hará con la piñata final, no es tanto una superchería como un tributo a las exhibiciones de amor al ser humano a que nos tiene acostumbrados esta era de severas advertencias en las cajetillas de tabaco. Hasta el punto de que si los concursantes se comportaran con la mezquindad natural de la especie, creeríamos que todo es un montaje. Resulta hoy más real la actitud que el ser.

En lugar de asistir, por último, a un espectáculo en el que gana o la más guapa, o el presuntamente más simpático, o, no se sabe exactamente porqué, el que sea, aquí la competición de méritos es visible, comprensible, mensurable. Habrá siempre diversidad de criterios, pero los que se baten lo hacen contra un baremo de contenido positivo, un canon existente y no enigmático o aleatorio. Por eso, este tiovivo, este popurrí, esta feria de las vanidades, tiene lo que hay que tener para triunfar. Hay siempre algo para todos. Incluso los que no lo vemos.

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