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No hay recetas simplistas

Manuela Carmena

Vivimos en una sociedad violenta? Comparativamente no, aunque, componente quizás de la globalización, la violencia, hoy, aumenta también en España. Es la cuestión a debate. Hace poco, L´Express colocaba la violencia, en Francia, como tema de la semana. Su conclusión, allí, era la misma; sin embargo, matizaba: incremento de la violencia en los delitos, no tanto del número de éstos.

¿Qué hacer? Ante todo, intentar entender la situación. En formular adecuadamente un problema reside en gran medida la posibilidad de resolverlo. En la justicia contamos ya con demasiados ejemplos de respuestas infructuosas... ante problemas, sobre todo, mal planteados.

Con algo de memoria, podríamos recordar lo que fue la primera oleada de inseguridad ciudadana en la España democrática de los ochenta. Estuvo ligada, en mayor medida de lo que quizás haya sido reconocido, al boom de la heroína. Si en aquel momento hubiéramos tenido la lucidez de aplicar medidas que hoy ya se consideran 'normales' -metadona, narcosalas, tratamientos de desintoxicación...- hubiéramos evitado muchos delitos y el dolor de tantos muertos de sida o sobredosis.

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La pregunta, hoy como ayer, es: ¿contamos con una política criminal? Ni la ha habido ni la hay. ¿Qué se está haciendo, cómo se está actuando, para reducir la criminalidad y, dentro de ésta, para evitar o mitigar la creciente violencia?

Leyes penales más duras, prometidos juicios rápidos que nunca se cumplen, más policías y más cárceles. Ésas han sido las medidas, recetas simples, cuando no inadecuadas... y cuyos efectos ni siquiera se conocen.

¿Qué resultado ha dado el endurecimiento de penas en el Código Penal de 1995? ¿Ha disminuido la criminalidad o sus modos de expresión? No parece que así sea, pero ni se conoce y, lo que es peor, no se considera que esa experiencia sea base imprescindible de cualquier otra modificación legal.

También en aquel Código se quisieron probar nuevas alternativas a las clásicas penas de prisión, como la de trabajos en beneficio de la comunidad o el seguimiento de tratamientos obligatorios. En los ya casi seis años de vigencia, parece como si algunas de esas alternativas, sin haberse apenas ensayado, hubieran caído en desuso, mientras que otras (actividades obligadas contra determinadas actitudes violentas, por ejemplo) ni siquiera se han intentado organizar.

¿Otra nueva ley de juicios rápidos? Por favor, señores legisladores, ¿hace falta recordarles que en siete años llevamos ya dos y que ninguna se ha podido, o querido, aplicar? Y, ¿saben por qué? Hay que reconocer lo poco que les ayudan los periodistas: ni siquiera ellos usan las hemerotecas.

El aumento de la violencia en una sociedad es algo muy grave. Una vez que los procesos de violencia se enraizan es difícil eliminarlos. No hay más que ver las dramáticas cifras de mujeres muertas por la violencia o la espiral imparable del terrorismo etarra.

Un primer apunte señala dos claras e inquietantes causas: una, la falta de permeabilidad de los valores éticos en sectores enquistados de marginación juvenil; y otra, la incorporación a nuestra sociedad de culturas violentas de otros países donde la vida no vale nada.

Enfrentarse a la criminalidad y la violencia exige una aproximación multidimensional, con una consideración global que permita identificar sus causas, con un seguimiento que muestre su evolución y los efectos de leyes penales y medidas previas. Hay que elaborar diseños completos de política criminal, concibiendo y evaluando programas complejos, con medidas de diversa índole que comprendan prevención y represión.

Habría que ir más allá y crear un organismo especifico. Un instituto o una fundación: ¿contra la violencia? Impliquémonos todos, instituciones y sociedad civil, legisladores, policías, jueces, prisiones y también colectivos de voluntariado, de los que tantas veces depende de hecho, en el duro día a día, la reeducación y reinserción de sectores marginales.

La tarea no es fácil, por supuesto. Si hay algo casi imposible en lo público es evaluar y coordinar, pero es lo que hay que hacer. Mi experiencia en tareas de política judicial me ha permitido constatar la dificultad de coordinar la actividad judicial, pero precisamente en este tema es imprescindible.

El Consejo General del Poder Judicial se equivocó en los años ochenta. Entonces se establecieron en algunos grandes ayuntamientos las juntas de seguridad ciudadana y, con una mal entendida idea de la independencia judicial, el Consejo recomendó no participar en ellas. Los jueces somos unos observadores privilegiados de los fenómenos criminales y de los efectos que en ellos tienen las leyes. Aunque sea difícil, habría que intentar sacar consecuencias de nuestra observación colectiva, además de nuestras resoluciones, cuya evolución y evaluación conjunta -no sólo en casos aislados- habrá también que considerar.

El esfuerzo merecería la pena. Estamos hablando de salvar vidas, y de preservar, en la cultura de nuestras ciudades, el valor por encima de todo de cualquier vida humana.

Manuela Carmena es magistrada.

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