Harry Potter y nosotros
Todas las épocas tienen sus mitos infantiles y juveniles. Por lo general esos mitos, cuando adquieren importancia real, tienen que ver con anhelos eternos de los humanos, pero también con la época en la que aparecen, porque los niños no carecen de capacidad de observación acerca del lío que significa vivir. Y buscan en esos cuentos e historias algo que les dé claves para comprender el mundo en el que están. Como todos hemos sido niños, deberíamos conservar esa memoria; pero, claro, hay adultos francamente desmemoriados y, así, en su vida reproducen, sin darse cuenta, los peores papeles de los cuentos infantiles y las historias juveniles, convirtiéndose en verdaderos monstruos reales. Todos los conocemos y les podemos poner nombre y rostro porque están cada día en los periódicos.
Pensaba en estas cosas tras ver Harry Potter y la piedra filosofal, una película en la que estos adultos bordes y de piñón fijo salen muy malparados. Confieso que acudí al cine arrastrada por la malsana curiosidad que crea la mercadotecnia: más de cien millones de libros vendidos en 200 países -3,5 millones de ejemplares en España y 120.000, al menos en Cataluña- componen un fenómeno digno de atención. Extraordinario si tenemos en cuenta que los niños y los jóvenes de hoy son una generación teleadicta, incluyendo en la expresión toda clase de imágenes producidas por la electrónica. Para que esa generación lea con este frenesí ha de haber algo muy gordo que les atraiga. Y eso es lo que sucede con ese niño que aprende a ser mago en la Gran Bretaña de Tony Blair llamado Harry Potter. Porque Harry es un fenómeno previo a la mercadotecnia y su éxito estaba consolidado antes de que los adultos, siempre patosos para las cosas básicas, pusiéramos nuestra atención en él.
En un interesante y breve ensayo, publicado por Le Monde Diplomatique, el psiquiatra francés Serge Tisseron disecciona el mito de Harry Potter, al que sitúa entre el cuento de hadas moderno y los caballeros de la Mesa Redonda que buscaban el Santo Grial. Y da en la clave al señalar que Harry representa 'una manera de orientarse en un mundo cambiante en el que hay que hacer frente a las situaciones más imprevistas. Todo evoluciona a tal velocidad que no sirve de nada [al héroe con el que se identifican los niños] fijarse un objetivo que alcanzar. Vale más adaptarse a medida en que se producen los cambios'. Según esta interpretación, Harry Potter es la expresión misma del superviviente capaz de ser inteligentemente oportunista para anticiparse a los peores presagios de unos cambios que parecen blancos pero resultan ser negros. Cierto.
Harry, que está inmerso en la ansiedad de un mundo inexplicable, complejo, ambiguo, aburrido y terrible, sólo puede contar con su inteligencia y la de sus amigos para distinguir lo fiable de lo tramposo y alcanzar así, antes de que sea demasiado tarde, cierta seguridad. Lo cual es un retrato de la realidad absolutamente realista. Que, además, Harry tenga una varita mágica convierte la fábula en metáfora clara del poder. Y si un adulto inamistoso -pongamos el señor Bush- es capaz de modificar la vida de tanta gente, ¿por qué no van a poder los niños soñar con erradicar el sufrimiento, el dolor y la estulticia para hacer un mundo a su medida?
¿Explica esto el éxito de Harry Potter? Seguramente hay muchas cosas más, pero esa forma oportunista de sortear la mezcla de realidad y ficción, de eternidad y modernidad, que garantiza la superivencia en un mundo hostil, es una clave. ¿Estamos también ante una generación de rebeldes capaz, como Harry, de cambiar un mundo controlado por monstruos? Esa incógnita es un atractivo adicional que nunca pudo prever la mercadotecnia. Como es lógico.
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