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La prostitución de la palabra

Aristóteles dijo de una vez para siempre que si el ser humano es animal político y no gregario se lo debe al don de la palabra, pues la voz tan sólo expresa, mientras que la palabra significa al manifestar lo conveniente y lo dañoso, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. La comunidad política sería aquella forma de convivencia que se fundamenta en el acuerdo sobre el significado de las palabras. Algo muy parecido viene a decir, 25 siglos después, otro filósofo, Jürgen Habermas, muy citado por nuestros tirios y troyanos a propósito del patriotismo constitucional.

¿Qué ocurre si la significación de los vocablos fundamentales de la política, los que definen la arquitectura y la vida de la comunidad, es adulterada y prostituida por los actores públicos, por los que hablan o parlamentan en el ágora de los medios de comunicación? Según el diccionario, adulterar equivale a falsificar, y prostituir, a 'exponer para la venta'. Si eso hacen los gobernantes o sus acólitos, si falsifican el sentido convenido entre todos de las grandes palabras políticas para vendérselas al ciudadano ingenuo como si fuera el auténtico, haciendo así de su nobleza el cebo de su doblez, entonces nos hallaríamos ante un acto de terrorismo sutil: el que destruye el edificio de la convivencia al dinamitar su fundamento.

Desde hace un tiempo, los ciudadanos de este país y de este Estado estamos asistiendo al uso detestable de palabras tan nobles como patria, nación, constitución, soberanía y otras que las adjetivan o acompañan. Palabras que se prostituyen, adulteradas, junto a las que se emplean, como estrambote, para cumplir con la moda prostibularia del lenguaje insultante y desdeñoso, que descalifica y expulsa a quien discrepe del mandón y sus lacayos. Son palabras que demuestran un orgullo fariseo y una cómica vanidad y se venden, entre guiños de complicidad malsana, al futuro elector, el cual, mediatizado por ellas, dará su apoyo iletrado y compulsivo al caudillito de turno.

¿A quién se le oculta que, con tal uso falaz de las palabras, sus verbalizadores cometen un delito de apropiación indebida? Comencemos por la palabra patria. La patria es siempre algo común de los hijos, no monopolio de los patriotas. Ninguna patria excluye a las otras, a la de cada uno, porque el ser humano es capaz de infinitas lealtades que le envuelven y abrigan en círculos concéntricos. Nos dijo el poeta catalán, hoy olvidado: 'Diversos són els homes i diverses les parles / i han convingut molts noms a un sol amor'.

La Constitución es nuestro pacto (foedus) político supremo, pero por eso mismo consagra el pluralismo, acoge todos los proyectos ideológicos, incluidos los que la combaten democráticamente o propugnan su reforma perfeccionadora (ya que ella misma indica cómo puede ser reformada) y no excluye ideales republicanos o independentistas.

Acusar a los reformadores de romper el consenso constitucional es justamente eso: romperlo. Tachar a unos ciudadanos, a los que mueve el patriotismo cívico, de 'bobos' o 'visionarios' es tacharlos de la lista ciudadana, es insultar a quienes pretenden resolver lo que sus agresores pretenden perpetuar para su provecho.

La palabra nación, como la de patria, se prostituye para prolongar maliciosamente un malentendido semántico que, al menos desde 1978, no tiene ya razón de ser. España es una nación jurídico-política; es decir, un Estado constitucional que integra, con mayor o menor fortuna a quienes, con legitimidad subjetiva, se consideran también miembros de una nación cultural diferenciada. Todo nacionalismo es excluyente, menos aquellos que se unen o federan en una alianza libre y respetuosa entre los mismos. ¿No es ese el proyecto de una futura nación europea?

Los que nos mandan hoy creen buena venta electoral fomentar el patrioterismo nacional español excluyendo y denigrando a los demás nacionalismos, pero también éstos caen a menudo en la trampa electoralista y airean su bandera con voluntad de monopolio dentro de su propia nación y anteponen la demagogia a la resolución efectiva de sus problemas sociales, desde la erradicación de la violencia al desarrollo social y económico más urgente.

La palabra soberanía ya no significa nada. Carece de sentido desde que el Derecho constitucional y el Derecho internacional han elaborado fórmulas de distribución interna del poder político y de interdependencia estatal hasta vaciar el contenido clásico del término.

La traca final de esta ceremonia de la confusión lingüística nos la acaba de deparar la bochornosa tramitación de la ley de universidades, ese '¡muera la inteligencia!' que tanto le cuadra al pensamiento único del liberalismo negociante y a su instrumento el autoritarismo legionario. En este caso, la adulteración y prostitución de las palabras se han trufado de embustes, insultos, calumnias, informaciones sesgadas de la prensa amarilla y oídos sordos y achulados a una colaboración universitaria que se ofreció de buena fe desde el principio.

Llamar a la conferencia de rectores 'progres trasnochados' y, contradictoriamente, 'conservadores de privilegios'; calificar frívolamente de 'lío' una masiva y disciplinada manifestación de jóvenes estudiantes; llamar 'desestabilizadores' a unos sindicatos solidarios con la juventud estudiosa y, en fin, asignarle el papel de 'traidor' al jefe de la oposición parlamentaria porque apoya tanto la lucha universitaria como una mejor diplomacia con Marruecos, todo esto es una inquietante pista de que hay una autoexclusión del lenguaje y de las reglas mínimas de la convivencia política. Este exiliarse, en el fondo, de la Constitución y su espíritu es volver a mostrarnos los pesebres mentales que nutrieron a los máximos intolerantes en este país durante 40 años.

El ser humano es un ser de palabra y con ella se constituye en comunidad. Cuando intencionadamente la palabra se prostituye y envilece, deja de ser un símbolo de paz y concordia que abraza las discrepancias creadoras para volverse arma terrorista en boca y manos de visionarios ciegos, megalómanos cegados por sus bajas miras.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho constitucional.

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