Pisanello, el heraldo del Renacimiento
La exposición Pisanello. Pintor de la naciente corte renacentista ha reunido más de dos centenares de obras del célebre maestro italiano, nacido probablemente en Pisa hacia 1394 y muerto en Roma en 1455. Para un experto, esta convocatoria ha de resultar, en principio, sorprendente, porque la obra pictórica conservada de Pisanello son intransportables frescos emplazados en Verona y Mantua, a los que hay que añadir sólo cuatro tablas, dos de las cuales, La visión de san Eustaquio y La virgen y el niño con san Antonio Abad y san Jorge, se conservan en la National Gallery de Londres, mientras que las dos restantes, los bellísimos retratos de Margherita Gonzaga y el de Leonello d'Este, pertenecen respectivamente al Museo del Louvre de París y a la Academia Carrara de Bérgamo. Pues bien, aunque estos cuatro prodigiosos cuadros están en la exposición, hazaña no pequeña, no se entiende de entrada, antes de la visita, cómo se puede construir una muestra con tan parvo material. Esta incertidumbre previa del visitante produce un efecto aún más deslumbrante cuando recorre la exposición y descubre en ella varias decenas de maravillosos dibujos y medallas de uno de los mejores dibujantes y medallistas de la historia del arte occidental. Más: junto a este formidable conjunto del propio Pisanello, hay obras de su taller, de sus discípulos más notables, Mateo de Pasti y Bono da Ferrara, y, en general, de otros artistas contemporáneos, pertenecientes al estilo del llamado gótico internacional, que trabajaron en Borgoña o en varias de las ciudades del norte de Italia. De manera que lo que se pudo imaginar como una muy selecta muestra con apenas una media docena de piezas, distribuidas entre algún relleno de compromiso, se nos revela como un fantástico y casi abrumador conjunto, cuya cantidad, calidad e importancia histórica produce estupefacción.
PISANELLO. PINTOR DE LA NACIENTE CORTE RENACENTISTA
National Gallery de Londres Trafalgar Square. Londres Hasta el 13 de enero de 2002
Pero lo verdaderamente fundamental de esta exposición no es tanto o no es sólo el hecho de la excepcional riqueza de su contenido, sino su articulación y sentido. Distribuida en cinco apartados, que ocupan sendas salas, en cada una de ellas se reconstruyen los ámbitos culturales y estéticos que explican la obra de Pisanello y su época, marcados por la transición desde el mundo tardo medieval de los ideales caballerescos hasta las primeras cortes humanistas del Renacimiento, o, si se quiere, la transformación de los señores de la guerra en refinados mecenas que emulaban los modelos de sabiduría clásica. Desde el punto de vista estilístico, vemos asimismo cómo el detallado realismo primitivo evoluciona hacia una elegante idealización cada vez más sofisticada, pero sin caer jamás en lo artificioso.
Nos enfrentamos, así, pues,
con el brillante momento de la creación cultural y artística del Renacimiento, pero utilizando como faro o guía al sin duda más dotado genio, este Antonio de Puccio, llamado Pisanello, en su momento el artista más apreciado y, como tal, el único que trabajó para las cortes de Ferrara, Mantua, Milán, Venecia, Roma y Nápoles, cuyos ilustres gobernantes, los Gonzaga, los Visconti, los Este, el rey Alfonso V de Aragón o el papa Martín V, se disputaban su presencia y su arte. Discípulo de Gentile da Fabriano y contemporáneo de los Limbourg, la calidad y la originalidad de Pisanello no tuvo ciertamente parangón, lo que explica su aura legendaria, todavía estando vivo, como uno de los más grandes maestros de esa fecunda época.
Seguramente el buen aficionado ha conocido los impresionantes frescos de Pisanello en Verona y Mantua, y, por supuesto, los cuadros antes citados de Londres, París y Bérgamo, pero es imposible que haya podido enfrentarse en directo al centón de escalofriantes dibujos que ahora se exhiben, así como al catálogo completo de las medallas fundidas por él. Como, por otra parte, Pisanello no hacía las cosas en vano, cada grupo de dibujos está en relación con lo que pintó en cuadros o al fresco, no tanto porque literalmente aquéllos le sirviesen de bocetos, sino porque estudiaba al detalle el mundo que quería representar. En este sentido, además de hacer un auténtico inventario de lo visible, Pisanello demostró que todo, realidad y poesía, podía ser pintado. Es admirable, por ejemplo, cómo, en esta exposición, se nos muestra la formidable captación del artista del mundo animal, de la naturaleza en general y de la figura humana, sorprendida a través del elenco más variado de situaciones, portando los trajes más exóticos o en las contorsiones patéticas de los ahorcados. De esta manera, sea a través del sintético perfil de los rostros efigiados en las medallas, con sus alegóricos reversos, sea a través de los detalles dibujados más escalofriantes o de sus bellísimas composiciones pictóricas, por no hablar ya de los libros iluminados, el visitante recorre la exposición con la respiración casi constantemente retenida por la emoción y la sorpresa. A ello contribuye, sin duda, la calidad única del arte de Pisanello y su entorno, pero también, y en no poca medida, por la variedad y riqueza de episodios, técnicas, materiales y géneros abordados. Visto desde la actualidad, este mundo artístico nos resulta abrumador y nos produce una cierta melancolía, porque ya no es materialmente posible poder entregarse a la perfección artística con tanto ahínco e ilusión, dilapidando, como si nada, tan formidable energía y concentración.
Por todo ello, he de decir que no recuerdo, desde hace años, una exposición tan interesante y ejemplar como ésta de Pisanello, que han concebido y ejecutado Luke Syson y Dillian Gordon, sus comisarios, autores de un hito cultural inolvidable, cuya luz resplandece en medio de un panorama al respecto cada vez más vulgar. Se trata, por tanto, de una de las citas inexcusables en el panorama internacional actual.
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