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Crítica:'ANDREA CHÉNIER' | ÓPERA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Con la guillotina al fondo

La revisión de la Revolución Francesa se ha puesto de moda últimamente. Dio ejemplo Eric Rohmer destapando el frasco de las esencias en su película La inglesa y el duque. El Teatro Maestranza de Sevilla programa ahora Andrea Chénier, una ópera de Umberto Giordano, con libreto de Luigi Illica, que se desarrolla entre 1789 y 1794, en plena Revolución. Seguramente será una casualidad esta coincidencia. La película y la ópera poco tienen que ver. La ópera tiene la guillotina únicamente como telón de fondo. Lo que importa son las historias de amor cantadas.

Giordano está experimentando en los últimos años cierta recuperación. Madame Sans Gene, La cena delle beffe, por ejemplo, se están enganchando a las favoritas: Fedora y, sobre todo, Andrea Chénier, dos óperas en el grupo de preferencias de los dos tipos (la última vez que se representó Andrea Chénier en Madrid fue en 1985 con Montserrat Caballé y José Carreras). En cierto modo, esta tendencia al alza de Giordano continúa la que hace años se experimentó con Massenet. Óperas de melodismo fácil, buena factura y un verismo a su manera. Resultan cómodas y lucidas para los cantantes y agradecidas para el público. Otro divo, Alfredo Kraus, decía con mucha gracia que si los teatros pagan a los divos, 10, pongamos por caso, por títulos de estas características, cuando se está a una ópera belcantista debían pagar 100 en función de las dificultades. Cosas de Alfredo.

Andrea Chénier

De Umberto Giordano. Con Fabio Armiliato, Genaro Sulvarán y Giovanna Casolla. Orquesta Sinfónica de Sevilla. Directora musical: Renato Palumbo. Director de escena: Giancarlo del Mónaco. Teatro de la Maestranza, Sevilla, 3 de diciembre.

El Maestranza quiso dar empaque a Andrea Chénier, planteando las representaciones muy al estilo de la casa: con un reparto no muy famoso, pero bastante homogéneo; con una dirección de escena convencional, pero atractiva; con un director musical que se creía lo que tenía entre manos, siendo capaz de insuflar vida a los pentagramas desde el primer instante. Repitió el modelo de Los cuentos de Hoffmann, de la temporada pasada, y obtuvo, de nuevo, un éxito resonante. Le ha cogido el punto el teatro a lo que su público desea.

Sin más allá

La representación se movió con una elevadas cotas de solvencia a todos los niveles. Fue uno de esos espectáculos notables que el público agradece. Exageradamente, con desmesura, desde mi punto de vista, para los méritos desarrollados. Los cantantes resolvieron su papeleta con evidente corrección. Fabio Armiliato fue un tenor de encendido lirismo; el mexicano Genaro Sulvarán, un barítono de gran solidez; Giovanna Casolla, una soprano dramática de carácter. En la sala cada uno tenía sus partidarios, pues las aclamaciones individuales partían de situaciones geográficas distintas. Curioso. Bromas aparte, cantaron bien, incluso muy bien, pero sin ese más allá que esta ópera posibilita.

Estuvieron magníficamente acompañados por Renato Palumbo, un director musical de mucho brío, con un sentido exacto de la concertación. En cuanto a Giancarlo del Mónaco, su puesta en escena tuvo más de una correspondencia con la que hizo de La bohème, de Puccini, para el Teatro Real de Madrid, lo que dice mucho a su favor, pues ambas óperas se estrenaron con menos de dos meses de distancia. El intimista tercer acto de La bohème, tuvo su paralelismo con el cuarto acto de Andrea Chénier: magnífico en su desnudez, con las rejas de la cárcel como único apoyo escenográfico, acentuando el dramatismo con una iluminación eficaz. Para que no faltara nada, el coro estuvo mucho más fino que en óperas anteriores y el reparto de coprimarios fue equilibrado y la veteranísima mezzosoprano Viorica Cortez salvó el tipo en el papel de la condesa de Coigny.

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