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Columna
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A ras de suelo (2)

Otra vez, como en un bumerán, hay que estar de vuelta a la fuente primordial del genio del cine, al vuelo de esa mirada a ras de suelo que se alimenta de imágenes no fabricadas, no compuestas, sino robadas, arrancadas de la vida. Porque hay que volver siempre, una y otra vez, a la busca de los islotes de vigilia de la inteligencia y de la sed de conocimiento que flotan a la deriva dentro de la nube de mentira, sueño e irrealidad de la pantalla. No tiene final, es una aventura dentro de un pozo sin fondo, esa búsqueda de realidad en la pantalla, porque es la forma mayor, primera y última, del arte de hacer y de ver cine, y por ello tiene sabor a algo sagrado que se mueve en las raíces tanto históricas como atemporales del cine, porque es al mismo tiempo su materia permanente, su identidad medular, y su materia accidental, su paseo cotidiano sobre el territorio movedizo de lo fingido y lo efímero que abastecen el consumo adocenado de imágenes.

El gran cine, el más valioso porque es el más escaso y su existencia se mide con cuentagotas, no es el que inventa historias, sino el que se las roba a la vida. En la conquista de la gran ficción cinematográfica interviene decisivamente el azar, por lo que la captura directa de lo vivo, de lo construido inesperadamente por ese azar, ocupa un lugar de rango superior al del cálculo del ingenio fabulador, por sagaz que éste sea. Dice Víctor Erice que el mejor cine que ha filmado está encerrado en unos pocos segundos, los de una toma, luego dividida en dos planos por el montaje, de El espíritu de la colmena. Es aquella que atrapa en vivo la reacción espontánea de la niña Ana Torrent cuando contempló por primera vez la escena del Frankenstein de James Whale que desencadena la fábula del filme. Es un primer plano no previsto en la escritura del guión ni más tarde provocado o sugerido por la preparación de la filmación. Agachada sobre el suelo de sala rural en penumbra donde se proyectaba el filme de Whale, la cámara se topó de bruces con algo que no esperaba, una de las más puras erupciones del milagro del asombro de que hay noticia, la que expulsó, con la elocuencia de sus ojos enormes absortos y boquiabiertos, de su turbación ante lo que veía en la pantalla la niña Ana. Fue la materia viva, no fingida, de una imagen tan rica y súbita que despertó los resortes del bote pronto del genio fotográfico de Luis Cuadrado, que disparó la cámara y atrapó al vuelo uno de los más hermosos intantes del cine, hecho con un brote de realidad robada a la vida.

Sería apasionante, y obviamente dificultoso, emprender un trabajo de extracción del inmenso almacén de la ficción cinematográfica de las gemas que la inventiva de la realidad ha ido depositando durante un siglo en ella. Hay actores -Charles Laughton solía contar, seguramente con sonrisa pícara, las morcillas gestuales no calculadas que se le escapaban en sus filmaciones y que inicialmente irritaban a sus directores, hasta que éstos descubrían que disparaban hacia arriba la jugosidad de la toma- colaron por estas rendijas el flujo natural de su genio y merecería la pena averiguar qué hay en sus composiciones de mímesis profesional calculada y qué de brote azaroso e inconsciente de una verdad filtrada -como el sordo dolor de la úlcera de duodeno que Gary Cooper convirtió sin darse cuenta en metáfora gestual de la soledad en Solo ante el peligro- por la criba de los poros de su instinto.

Pero todavía aquí se oye de vez en cuando el lento goteo de la gran ficción de lo real encerrada en filmes con forma documental que son más, mucho más que testimonios exteriores de lo que pasó o lo que pasa y algo impreciso e inefable los convierte misteriosamente en médula de lo que pasa. Porque ese glorioso goteo se nos acerca ahora un poco más con la creación en Madrid de una sala dedicada a este tipo de filmes y con la buena noticia de que por fin este año la Academia del Cine dedicará un goya al mejor filme de esta estirpe, que permite acceder al gran escaparate a gemas que, como La espalda del tiempo y Asaltar los cielos, que fueron condenadas a un siniestro apartheid profesional y estético. Pero por fin el año que viene el baño de la verdad que hay dentro de En construcción, Asesinato en febrero, Caminantes, Los niños de Rusia y otros vuelos a ras de suelo del gran cine, adquieren carta de ciudadanía y no serán apátridas en su territorio.

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