Un buen negocio
No es fácil contemplar la Universidad únicamente desde la perspectiva de los negocios, pero, puestos a hacerlo, podría decirse que la Universidad es una empresa de magnífica rentabilidad para el país, pero es un mal negocio para sus gestores. Para el país, la Universidad pública garantiza la igualdad de oportunidades en la educación superior. Por su contribución al bienestar general, la inversión del Estado en la educación y la investigación universitarias debe ser sustancialmente más alta de lo que es hoy en España. Se trata de una de las principales políticas redistributivas y de solidaridad intergeneracional de un país, como lo son las pensiones, la sanidad pública o los demás niveles educativos.
La Universidad no sólo enseña muchas de las disciplinas necesarias para el desarrollo material de la sociedad, sino que también es una escuela de democracia, participación, solidaridad y tolerancia. Ésta es una de las razones de la exigencia de autonomía universitaria: la formación de ciudadanos libres. Mediante la investigación se cultivan saberes de toda índole para conocer mejor al hombre y a la sociedad, y para su desarrollo material y moral, algunos de utilidad evidente e inmediata, y otros aparentemente sin aplicación conocida por el momento. Todos ellos son igualmente necesarios. Recordemos cómo se ha respondido con solvencia científica desde las universidades al reto de la epidemia de vacas locas o, en estos días, a la demanda de información documentada sobre los países islámicos.
La Universidad es también un templo de la cultura, que se custodia en sus bibliotecas y museos, se cultiva en sus departamentos y se difunde hacia la sociedad. La cultura y la educación son los principales activos de un país.
Cuando más arriba digo que la Universidad es un mal negocio para sus gestores, quiero resaltar que una universidad que intente cumplir todas sus obligaciones docentes, de investigación y culturales en un amplio abanico de carreras nunca puede ser una empresa orientada a obtener beneficios para sus accionistas. Siempre precisa de fuertes subvenciones públicas, aun sin minusvalorar las aportaciones privadas. Me referiré al sistema norteamericano, citado frecuentemente con mejor voluntad que acierto. En 1992, para el conjunto de los Estados Unidos, el 57,5% de los ingresos de las universidades procedía directamente de las Administraciones públicas; el 21%, de la venta de bienes y servicios; el 14,8%, de las tasas de los estudiantes, y el 3,3%, de aportaciones privadas. En algunas de las más prestigiosas y antiguas universidades privadas norteamericanas, las de la Liga del Muérdago, las tasas pueden llegar al 45%, y la subvención pública descender al 20%, elevándose las aportaciones privadas al 8,5% (*). Estas universidades son fundaciones sin ánimo de lucro, dan mucho y merecido lustre al sistema, pero son poco significativas en lo que se refiere al conjunto de la población norteamericana. Recordemos que cuando la supremacía técnica norteamericana se vio sorprendida por el lanzamiento al espacio del Sputnik de los soviéticos, la reflexión del Gobierno fue admitir que su sistema universitario era insuficiente y se puso en marcha un ambicioso plan de creación de universidades estatales bien financiadas. Esta estructura de ingresos, junto a una gran autonomía universitaria, es la que permite, entre otras cosas, que en las universidades se realice mucha investigación básica, tan necesaria o más que la aplicada, ya que no sólo es imprescindible para el avance general del conocimiento en las humanidades, las ciencias sociales y las de la naturaleza, sino que es siembra para el futuro. Recordemos que algunas de las tecnologías más en boga, como la de láseres o la red www, nacieron en laboratorios de investigación básica.
La Universidad española puede mejorar mucho. En España, otra universidad es posible. Para ello, en primer lugar debe realizarse un diagnóstico serio de sus males y de sus ventajas, así como de los retos más importantes para el futuro, diagnóstico en el que, evidentemente, tienen mucho que decir los miembros de la Universidad y quienes les representan, así como otros miembros de la sociedad. El Informe Bricall fue un estudio muy positivo en esta línea. Ese análisis no puede caer en las estridencias que, como la de la tan manoseada endogamia, pretenden desprestigiar al conjunto del profesorado universitario, generalizando algunos casos, sin duda abusivos, que se han producido en su selección y olvidando que muchos miles de profesores realizan una extraordinaria labor docente e investigadora, con salarios muy inferiores a los de sus colegas de la Unión Europea, pero con méritos académicos muy similares. La Universidad es y debe seguir siendo el lugar de la reflexión y la argumentación razonada, del debate y de la tolerancia. Un lugar para dialogar y al que hay que convencer, aunque lleve más tiempo del que se ha previsto desde algún despacho ministerial. De ello depende que la reforma sea un instrumento para mejorar la Universidad española y no quede en papel mojado.
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