Asuntos exteriores
Tal parece que, de un par de semanas a esta parte, la dimensión bilateral de la política exterior española se halle sometida a un régimen de ducha escocesa: cálidos augurios procedentes de Londres, gélidos mensajes lanzados desde Rabat. ¿Responde esta apariencia a la realidad? ¿Son tan buenas las noticias relativas a Gibraltar, y tan malas las que provienen de Marruecos? ¿Constituye cada uno de esos frentes diplomáticos un paisaje independiente, o bien configuran entre ambos un solo y único escenario geopolítico? Veámoslo.
El grifo de las alegrías comenzó a fluir cuando, hace una docena de días, el rotativo londinense The Guardian desveló un supuesto pacto secreto entre España y Gran Bretaña para resolver la secular cuestión de Gibraltar en el plazo de poco más de un año, ya fuese bajo una fórmula de soberanía compartida, o bien a través de un traspaso gradual de dicha soberanía desde Londres a Madrid. Crónicas y análisis ulteriores han abonado esta tesis sobre la base del espléndido momento que atraviesan las relaciones personales entre los inquilinos de La Moncloa y de Downing Street, o arguyendo lo hartos que están los británicos de que el asunto de La Roca obstaculice sus relaciones con el aliado español.
Sí, tal vez sí; no estando en el secreto de las charlas íntimas entre José María Aznar y su amigo Tony Blair, es difícil calibrar lo que de cierto haya en las revelaciones de The Guardian. Ahora bien, en el país, en la cultura política que, con el consenso de todos los partidos, llevó una guerra al otro extremo del mundo para defender el derecho de 2.000 habitantes de las Malvinas a seguir siendo británicos, resulta inimaginable cualquier arreglo diplomático que desconozca o pase por encima de la voluntad de los 30.000 gibraltareños. De hecho, la causa del Peñón dispone en el Parlamento de Westminster de un activo y transversal lobby que ya se ha puesto en marcha y ha obtenido del Gobierno de Blair garantías de que los llanitos tendrán la última palabra, en forma de referéndum, sobre un eventual acuerdo Londres-Madrid. Y es ahí, precisamente, donde la parte española tiene su talón de Aquiles: largas décadas de agresividad verbal y de huera retórica nacionalista, de verjas cerradas y de exasperantes controles fronterizos han sembrado la sociedad gibraltareña de recelo u hostilidad hacia España, y eso es algo que no se desactiva ni en un año ni en dos.
Pero supongamos que sí; imaginemos por un momento que, en un prodigio de eficacia diplomática y de capacidad persuasiva, el litigio de La Roca se hallase a fines de 2002 encarrilado de acuerdo con las históricas aspiraciones españolas. ¿Cree el Gobierno de Aznar que ello no tendría repercusiones inmediatas al otro lado del Estrecho? ¿No se da cuenta de la absoluta simetría entre el irredentismo de Madrid sobre Gibraltar y el de Rabat sobre Ceuta y Melilla, entre el discurso de la españolidad del Peñón y el de la marroquinidad de las ciudades norteafricanas, entre los argumentos geográficos e históricos que amparan una y otra reclamación?
El otro día, un Federico Trillo más versado en Shakespeare que en otras disciplinas aseguraba que 'Ceuta y Melilla son españolas desde su fundación' y negaba cualquier analogía o equiparación entre éstas y Gibraltar. El ministro de Defensa debería saber que Ceuta fue fundada tal vez por los cartagineses, bautizada por los romanos y conquistada por los portugueses, de quienes España la heredó sólo medio siglo antes de perder Gibraltar; en cuanto a Melilla, su origen es una colonia fenicia... Pero dejemos las erudiciones acerca del pasado, siempre moldeables al gusto de cada parte; ¿acaso sirvieron de algo cuando Lisboa hubo de renunciar a Goa, a San João Baptista de Ajuda, a Macao, cuando París perdió Pondichéry y los demás enclaves de la India francesa...?
Las palabras de Trillo-Figueroa, en todo caso, son un síntoma de los calambres que ha provocado en Madrid la glacial sucesión de desaires marroquíes. ¿Y por qué esos desaires? ¿Cuál es la causa de la crisis actual? Sometido a la creciente presión islamista, erosionado por la frustración de las expectativas reformadoras que acompañaron su subida al trono, el Gobierno de Mohamed VI ha resuelto seguir el ejemplo de Has-san II y alzar de nuevo la bandera del Gran Marruecos, lo que allí llaman 'la sagrada causa nacional'. Se trataría, a mi juicio, de validar de una vez por todas la anexión de facto del Sáhara Occidental acogiéndose al plan Baker, explotando tanto la crisis argelina como la necesidad que Washington tiene hoy de aliados musulmanes y beneficiándose del descarado apoyo de Francia. Para redondear la jugada, sin embargo, es importante el asentimiento español; no en vano España fue la metrópoli de los saharauis, arrastra el peso de la ignominia de 1975 y, por todo ello, posee cierto ascendiente sobre el asunto tanto en la ONU como en la UE.
Así, pues, barajando en aparente desorden los problemas pesqueros, las responsabilidades en la inmigración ilegal, las protestas hipócritas ante el mero ejercicio de la democracia en España -¿qué otra cosa son las movilizaciones ciudadanas por un referéndum en el Sáhara, o las críticas periodísticas contra el régimen marroquí?-, las quejas por alguna palabra desabrida de Aznar, etcétera, Rabat plantea un chantaje bastante claro: o Madrid acepta la liquidación del pleito saharaui al gusto del poder alauita o la crisis bilateral permanecerá abierta. Por supuesto, que la crisis se cierre no impedirá en ningún caso que, si el status de Gibraltar se moviese, nuestro vecino del sur se lance en tromba a reivindicar las 'ciudades marroquíes ocupadas' de Ceuta y Melilla, dentro de las cuales posee ya muchas más lealtades de las que España pudiera movilizar en el Peñón. En fin, que si uno fuese el ministro Josep Piqué, recitaría varias veces al día aquella vieja jaculatoria popular: '¡Virgencita, que me quede como estoy!'.
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.