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Crítica:ÓPERA | 'FARNACE'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Actualidad del barroco

¿Cómo montar hoy una ópera barroca? ¿Se debe dar preferencia a los aspectos historicistas o, más bien, a los ligados a una actualización? Espinosas cuestiones. Las mentalidades han cambiado mucho desde el momento de la creación y no es nada fácil encontrar el deseado equilibrio. Farnace, de Vivaldi, se estrenó en Venecia en 1727. Nunca se había representado en España. A partir del mismo libreto de Antonio Maria Lucchini se vio en Madrid en 1739 otra versión de François Courcelle, más conocido por su apellido italianizado Corselli. El teatro de La Zarzuela ha inaugurado su temporada escénica con una mezcla de ambas. En realidad, con la versión de Vivaldi, a la que se han añadido algunos fragmentos significativos de la de Corselli.

La fascinación de Farnace permanece, sobre todo, por la música y, en especial, por el encanto de sus arias. Alguna es estremecedora, como Gelido in ogni vena. La atención a la melodía es prioritaria en el trabajo conjunto de Jordi Savall y Emilio Sagi. Savall realiza una dirección rigurosa, sobria, precisa, contenida, incluso emotiva, al frente del grupo Le Concert des Nations. Ilustrando más que contando, Emilio Sagi y Jesús del Pozo llenan la escena de imágenes poderosas, despliegan una exhibición de recursos técnicos y se apoyan en el color y la luz para crear atmósferas inquietantes, futuristas y, si se me permite, neobarrocas.

La ceremonia está lista y el sentido del espectáculo se impone. Los cantantes se saben privilegiados y destapan el frasco de las emociones y de las sensibilidades. No son voces poderosas, pero están en estilo. Es cuestión de dejarse llevar por ese mundo de 'dramaturgias lejanas', como indica José Máximo Leza en un luminoso artículo del programa de mano. Con la desnudez intimista del canto, con la belleza embriagante de la escena, con la seguridad aplastante del foso, el espectáculo multiplica sus capacidades de sugerencia. Entretiene y, si se entra en complicidad, incluso deslumbra.

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