_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Cómo que 'se han ido'?

Un efecto inmediato de los atentados suicidas de Nueva York y Washington ha sido sumir al pueblo norteamericano en la desolación. Acostumbrados a la guerra a distancia, afincados en la certeza de que, a lo largo de la historia, no han padecido bombardeos ni catástrofes masivas, la escena dantesca de aviones precipitándose sobre sus ciudades ha supuesto un mazazo de incalculables dimensiones. El hecho ha sido objeto, durante las últimas semanas, de análisis diversos. Pero lo sorprendente ha sido la inusual atención a una cuestión menor, una cuestión que acabó cobrando cuerpo en todos los medios: ¿Cómo se debe informar a los niños de hechos tan horrendos, que dejan a su paso un reguero de miles de víctimas?

Los especialistas más juiciosos aconsejaban no ocultar los hechos y describir (bien es verdad que sin ninguna truculencia) la realidad objetiva de la muerte. Pero los medios recogieron muchos testimonios de personas que optaban por otras soluciones. 'He dicho a mis hijos que ahí dentro la gente ha sufrido mucho', declaraba una mujer ante las cámaras, 'no les he dicho que han muerto'. Otra persona difuminaba aún más la información: 'No, no he hablado de la muerte: les he dicho que se han ido'.

'Irse', ese es el último eufemismo que hemos inventado para la muerte. La gente 'se va' ante la tenebrosa incapacidad de enfrentarnos con ella cara a cara, y dispuestos a contagiar la misma confusión a las nuevas generaciones. Asombra la rapidez con que el desarrollo nos ha apartado de costumbres seculares, donde la muerte era un hecho doloroso, pero al tiempo natural, cotidiano, soportable en su inevitabilidad. Yo aún llegué a ver, tras el fallecimiento de una de mis abuelas, la antigua ceremonia que rodeaba a la muerte: el velatorio, la naturalidad de un cadáver ante el que la gente se congregaba por la noche, la certidumbre de que la aproximación a la muerte no tenía por qué perturbar, ni traumar, ni confundir a mayores o a pequeños.

En cuestión de pocos años, la sola presencia de un cadáver se nos ha hecho intolerable, como si morirse no sólo fuera doloroso sino una muestra de mal gusto, como si el abuelo, cuando 'se va', sólo se propusiera fastidiarnos y fastidiar aún más a un niño al que, tan contento en su marea interminable de juguetes, procuramos ahorrarle los disgustos y esterilizarlo con mentiras imposibles.

La religión conceptualizaba, explicaba la muerte, pero no es el proceso de secularización el único responsable de esta absurda negación de lo obvio. Un ateísmo consecuente o un elaborado agnosticismo no deberían tener mayores problemas para asistir a la muerte con la misma naturalidad (en el fondo, con la misma resignación) con que se asiste desde las convicciones religiosas. Lo único cierto es que, para la abrumadora mayoría de la población, el ateísmo o el agnosticismo, como fundamentos filosóficos, no han sustituido a la religión. La gente, en general, evita los fundamentos, filosóficos o no. El retroceso de la religión ha dejado un vacío donde lo mejor es 'no pensar', no encarar un hecho tan cierto y tan recurrente como la eliminación de la conciencia y la materia.

Los que opinan que la gente no debería morirse, porque un cadáver es siempre engorroso, los que sugieren a los niños que las víctimas de atentados (o de accidentes, o de enfermedades) sólo 'se han ido', se resignan a un naufragio moral aborrecible en su blandura. La gente no 'se va', la gente se muere, y puede comunicarse el hecho desde profundas convicciones religiosas o desde no menos profundas convicciones materialistas, pero lo que no se puede es obviar la realidad. Resguardar a los niños de la muerte significa resguardarlos de la vida. Y la vida está para vivirla, también en su crudeza. Habría que pensar, desde esta sociedad de auténticos idiotas morales, con qué ayudas solventarán los niños afganos sus 'traumas de infancia', ya que no parece probable que cuenten con tantos pedagogos o psiquiatras como los que sin duda trabajan en Manhattan.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_