En el país del viento
A propósito de Morada al sur, del poeta colombiano Aurelio Arturo
MORADA AL SUR es el poema más conocido y extenso de Aurelio Arturo (La Unión, 1906-Bogotá, 1974), y es el que da título a su primer poemario. Éste consta apenas de catorce poemas, casi tan extenso como la suma poética de un san Juan de la Cruz y tan intenso y esencial como ésta. Sin embargo, desde que se publicó Morada al sur, en una modesta edición del Ministerio de Educación Nacional de Colombia, su autor siguió siendo durante décadas uno de los poetas más secretos de Colombia. Y eso a pesar de que Arturo venía publicando desde 1931 sus versos primorosos en revistas y suplementos literarios. Hoy es un autor de culto. Poetas como William Ospina y críticos como Rafael Gutiérrez Girardot no tienen el menor reparo en afirmar que la delgada obra de Aurelio Arturo constituye la más alta expresión lírica que han dado las letras colombianas. Por suerte es una opinión compartida por su creciente secta de lectores, dentro y fuera de la lengua castellana, en un caso de aceptación parecido a los que en su momento suscitaron las obras de César Vallejo y Juan Rulfo.
Parece paradójico que el más grande poeta de Colombia, y uno de los más paradigmáticos de la lengua, sea, de todos modos, uno de los menos conocidos. Tal vez se deba no sólo a la brevedad virtuosa de su obra (unos treinta y dos poemas en total), sino al hecho de que Aurelio Arturo vivió ajeno a los estereotipos y mixtificaciones de otros poetas. No fue un torturado ni un suicida, como José Asunción Silva, no fue 'un perdido, un marihuano', como dijo de sí mismo Porfirio Barba Jacob, ni jugó a la imagen y al destino de ser un gran poeta, como nuestro vikingo León de Greiff. Fue un hombre silencioso y tímido, un hogareño padre de familia, de escasas palabras y pocos amigos, que abjuró de toda pose literaria, que en la vida real ejerció la abogacía, fue profesor de sociología y magistrado de las cortes Militar y del Trabajo. Pero detrás de esta imagen de apacible funcionario, era un lector cotidiano del Quijote, un estudioso de Las flores del mal y un traductor secreto de la poesía inglesa, de la cual, se dice, aprendió la sobriedad y la música sutil de sus versos. Me parece, sin embargo, que habría que buscar sus influencias más cercanas en san Juan de la Cruz, en el César Vallejo de Los heraldos negros y en José Asunción Silva, el otro gran poeta del Olimpo colombiano.
Creo que fue Borges quien dijo (o dijo que alguien dijo) que uno de los efectos de la poesía debe ser darnos la impresión, no de descubrir algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Éste es, junto a su limpia belleza y su música de hojas suaves, el mayor don que nos ofrece la poesía de Aurelio Arturo. Al contacto de sus versos, nos sumergimos en un mundo que creíamos olvidado o superado, pero que en realidad ha estado ahí, habitándonos y nutriéndonos: la casa, el paisaje y el tiempo de la infancia. La sobria plasticidad del lenguaje de Arturo nos hace sentir que el verde de los árboles forma parte de nuestra sangre, como dijo Pessoa, y que la penumbra de un cuarto, la alacena de la cocina o el viento que silba en el corredor de la niñez, son notas calladas pero vivas del alma. Este milagro es posible, en primer lugar, gracias a esa 'energía nativa' que caracteriza los versos artúricos: el tono, un tono que emana de la casa natal, de toda cosa y todo tiempo tocados por la domesticidad.
Silva escribió que 'el alma humana tiene ocultas fuerzas, silencios, luces, músicas y sombras'. Toda la poética de Arturo, que puede considerarse como una gran morada al sur, parece decirnos que esas manifestaciones del alma son verdaderas porque están abonadas por el paisaje de la infancia, el espacio y los objetos domésticos. De ahí que sus versos estén impelidos por una pulsión central: llegar a la casa y al paisaje de Nariño, al sur de Colombia, donde nació. El viento, aquel 'viento suroeste', que mueve las hojas y los días, los soles y los sueños, los versos y la música, trae la fragancia de una inasible mujer morena, las canciones y la brisa, los 'silencios clamorosos', las sombras y la imagen de unos rostros que persisten. Así, este viajero invisible configura una geografía de las emociones, de los sentimientos y del recuerdo: el país del viento. 'Este poema, hoja por hoja / lo mece un viento fértil, un esbelto / viento que amó del sur hierbas y cielos, / este poema es el país del viento'. El viento es pues la voz del poeta, diluyéndose la frontera entre palabra y cosa significada. 'He escrito un viento, un soplo vivo / del viento entre fragancias, entre hierbas mágicas; he narrado / el viento; sólo un poco de viento'. Aunque tácito, el viento artúrico teje también las correspondencias esenciales entre lo doméstico y lo cósmico, proceso en el cual las hojas y el verde de los campos juegan un papel esencial. 'En la noche balsámica, en la noche, / cuando suben las hojas hasta ser las estrellas, / oigo crecer las mujeres en la penumbra malva / y caer de sus párpados la sombra gota a gota'.
Es cierto que a veces el viento viajero 'se duerme en el viejo portal donde el silencio / es un maduro gajo de fragantes nostalgias'. Pero la nostalgia, que es un elemento fundamental de esta poesía, no es nunca en Arturo un ejercicio de la melancolía, como ocurre en la mayoría de los poetas de la lengua, grandes y pequeños, sino un canto o un motivo para el canto (muchos de sus poemas llevan en el título la expresión genérica 'canción de...'), pues no se lamenta lo que pasó, lo que dejó de ser, sino que se celebra lo que al devenir permanece en la emoción y en el recuerdo. 'Te hablo de una voz que me es brisa constante, / en mi canción moviendo toda palabra mía, / como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente, / toda hoja, noche y día, suavemente en el sur'.
Dasso Saldívar (Antioquia, Colombia, 1951) es autor de García Márquez. El viaje a la semilla. La biografía (Alfaguara).
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