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Columna
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Mallo

Como refrescante antídoto contra la tensión de estas semanas y esa realidad que nos desborda a veces, nunca viene mal un cotilleo, digamos que literario o artístico para no caer enteramente en la simpleza. Presten atención. Dentro de unos meses, en el 2002 para ser más exactos, se cumple el centenario de una de las pintoras más celebradas de la vanguardia española. Me refiero a la artista gallega Maruja Mallo, desaparecida de la escena hace apenas seis años después de una vida de vértigo que acongojaría a cualquier moralista. Seguirle los pasos a esta mujer excepcional, se mire por donde se mire, es tan complejo como agarrar una anguila con los ojos vendados. Pero hay enciclopedias que se empeñan en llevarnos la contraria y nos hablan de una joven que vivió en el bullicioso Madrid de los treinta, compañera de Benjamín Palencia y de Alberto el escultor; una muchacha tocada por el éxito y protegida de Ortega, de Ramón Gómez de la Serna y otros prohombres de la vieja intelectualidad del momento. Y apuntan también, con absoluta convicción, que expuso en los salones de la Revista de Occidente y en la prestigiosa galería Pierre Paris de la capital francesa, antes de convertirse en la musa iconoclasta de Neruda, de Lorca, Bergamín y esa pléyade de líricos que arrojaban sus versos contra las barbas del purismo y la vieja retórica. Eso dicen. Del mismo modo que afirman que su arte, en la avanzadilla del surrealismo, se nutría de elementos campestres y montescos, de espigas y retamas, cardos, barro, campanarios y troncos retorcidos como fibras humanas. Sin embargo -y esto no consta en volumen alguno ni compendio-, resulta muy jugoso saber que su carácter independiente, desinhibido y excéntrico fue capaz de seducir a los hombres más firmes de la Historia. A uno de ellos, el más joven, lo atrapó entre sus ingles con la hambrienta potestad de su experiencia y lo dejó abatido en los trigales, herido de su huella como un perro inocente. El muchacho no pudo callarse ni el beso ni la burla, ni el amor ni el ultraje, y lo contó en un libro titulado El rayo que no cesa, sembrado, como saben, de trigos, barro, campanarios, cardos y cuchillos.

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