Víctor Puerto, cornada y oreja
Caía la noche sobre Logroño y la corrida transcurría toda ella en medio de una vulgaridad indefinida. Víctor Puerto acababa de cortar una oreja a cambio de una cornada y la plaza entera se preguntaba por la suerte del torero herido. En ésas, saltó al barrizal un precioso morlaco de Fraile Mazas que parecía no inmutarse por nada. Se fue andando hasta el burladero de matadores sin que nadie saliera a recibirlo y allí se plantó esperando algún capote que midiera su celo.
No se sabría decir quienes parecían más indolentes, si el animal o el Califa y su cuadrilla, que se hicieron esperar un buen rato hasta que armaron sus capotes. José Pacheco lo llevó al caballo como pudo y el toro pareció despertar recreciendose en un puyazo interminable donde empujó con toda su alma. Volvió otra vez y embistió con una fijeza soberbia a la vez que le tapaban la salida, aunque al final se fue suelto. El toro confirmó su poder con un magnífico tranco en banderillas que ya no abandonaría hasta el final de una faena mediocre y acelerada, en la que humilló y se desplazó con una emocionante nobleza.
El diestro de Xátiva fue desbordado literalmente por un toro que pedía distancia y una muleta poderosa. A veces, incluso, lo pillaba desprevenido y otras, las más, el engaño se hacía un ovillo mientras el torero intentaba salir de los embroques con una clamorosa falta de recursos. Con el primero de su lote, toreó también de forma desastrada y sin ninguna convincción. Juan José Padilla se la jugó en banderillas y poquito más con el primero. En el cuarto, se empeñó en la nada torerista, porque el toro era la nada misma: una mole de casi setencientos kilos que apenas se tenía en pie y que se movía con tranco calamitoso. Puerto hizo una faena sin acople en el de la cornada. Pero llegó la voltereta en un momento de confianza y el público agradeció su entrega con una oreja.
Babelia
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