¿Civilizaciones enemigas?
La sensibilización creciente sobre conflictos reales o potenciales surgidos de las diferencias entre civilizaciones, ha encontrado campo abonado en el drama en el que estamos sumergidos. Hace tiempo que se alude (Huntington) a que, una vez superada la escisión Este-Oeste, los conflictos culturales, religiosos y de civilización centrarían el nuevo campo de la política mundial en el que se dirimirían las grandes diferencias. Titulares de periódicos, editoriales o comentarios apresurados de articulistas o políticos nos lo han ido recordando estos días. Nos deslizamos en una pendiente muy peligrosa. Y lo hacemos desde una posición, explícita o implícita, de superioridad que me ocasiona aún más desasosiego. Todo lo que no cuadra con nuestra óptica eurocéntrica, todo lo que no coincida con lo que entendemos como mundo moderno, es simplemente retraso y barbarie.
Occidente no puede estar muy orgulloso de lo que se ha hecho en nombre de la Ilustración, la democracia y la separación entre la religión y el Estado
Hace ya tiempo que se viene hablando de primeras y segundas modernidades, y se esgrimen retrasos históricos o incompatibilidades profundas entre democracia y los 'valores asiáticos' de disciplina y falta de tradición liberal, o entre democracia y el mundo árabe por la confusión entre política y religión que causa el Corán. Desde esta perspectiva, se afirmaría que sólo nosotros, los occidentales, tendríamos la suerte de tener una cultura, unos valores trabajosamente construidos a lo largo de los siglos que convertirían a la democracia en uno de los pilares de nuestra civilización. El demencial ataque de este nuevo septiembre negro sería un ataque a nuestra civilización, un ataque a la democracia, un ataque a nuestros valores. O para simplificar aún más, un ataque a los valores.
Según Huntington, 'los valores individualistas y la tradición de derechos y libertades' que podemos encontrar en Occidente, 'son únicos entre las sociedades civilizadas'. Y añade que 'esas características centrales de Occidente que lo distinguen de otras civilizaciónes, antecede la propia modernización de Occidente'. Amartya Sen, en un trabajo reciente, afirmaba que basar la incompatibilidad entre valores asiáticos y democracia en algunos textos clásicos del pensamiento oriental, sería lo mismo que hurgar en Platón, Santo Tomás de Aquino o los medievalistas para desde esa base socavar el binomio Occidente-democracia. Hace poco menos de un año, la revista del Centro de Estudios sobre el Mediterráneo oriental y el mundo turco iraní, que se edita en París, dedicaba un número especial al tema de la presunta antinomia entre islam y democracia. En los trabajos publicados se refutaba la simplificación que desde Occidente se hace al mezclar formas autoritarias de poder que aprovechan la confusión entre política y religión para reforzar su posición, con una imposibilidad congénita o antropológica de las sociedades musulmanas para abrazar los ideales básicos de la democracia.
No creo que podamos estar del todo orgullosos de lo que se ha hecho (o de lo que seremos capaces de hacer) en nombre de los valores de la Ilustración, de la libertad o de la democracia en estos últimos siglos. Tampoco podemos dar muchas lecciones a nadie de separación entre religión, política y leyes. Deberíamos simplemente reconocer que no existe un único modelo de modernidad, sino múltiples y plurales vías a la modernidad. Por otro lado, mirándonos a nosotros mismos, sea como occidentales, sea como europeos, sea como españoles, sea como catalanes, descubrimos básicamente un gran componente de diversidad.Esa diversidad es una constante en todas las culturas del mundo. Y en todas las culturas existen elementos, tendencias y formas de entender la vida, en que se valora al individuo, se valora la sociedad y la convivencia.
La confusión entre arabismo e islamismo es en este sentido sorprendente. El Kazakhstan se parece más a Georgia que a Sudán, y Turquía tiene más similitudes con Grecia que con Argelia. La excitación de estos días y el apasionamiento con que se vive cada minuto, provocan una sobresimplificación que convendría evitar. Y ello es difícil si sólo oímos hablar de guerra, de banderas y de orgullo herido, y cuando se dice que lo que está en juego es nada más y nada menos que nuestra civilización.
El terrorismo suicida no es una forma de violencia política que sea exclusiva de la tradición religiosa y del valor del martirologio en el islam. Un simple repaso a los últimos 10 años nos descubriría el uso de esa irracional y despiadada forma de violencia política en Sri Lanka o en el Kurdistán por poner dos ejemplos en los que, además, la presencia de la religión en los motivos profundos del sacrificio de vidas está muy poco o nada presente. No añadamos leña a un fuego que ya está suficientemente avivado. Si podemos y nos dejan, pongamos de relieve los matices, y tratemos de buscar aquello que nos pueda unir, como por ejemplo: la importancia intrínseca de la vida humana, el valor instrumental de la democracia como forma de tratar los conflictos sociales y su reconocida capacidad de entender y canalizar derechos, deberes y demandas, pero entendiendo que los caminos que conducen a ello no tienen porque coincidir con los nuestros.
Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas de la UAB.
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