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Columna
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Bulimia política

Vuelve uno de vacaciones con la impresión de que lejos de solucionarse los problemas crecen, se acumulan. Gescartera y el caso de la diálisis parecen la misma cosa, el mismo problema político, la falta de controles, la falta de seguridad.

Dice el PSOE que con el caso Gescartera, Aznar ha debilitado al Estado. Se equivoca, o es propaganda o es una ingenuidad. El Estado es otra cosa y los socialistas que estuvieron de realquilados en su aparato no deberían olvidarse de ello, so pena que les recuerden la guerra sucia, de los GAL, en el que primero fueron cornudos y luego resultaron apaleados.

En el asunto de Gescartera, como en el de los dializadores defectuosos, han fallado los controles, han fallado las administraciones públicas y los gobiernos responsables de las mismas. Y la prueba del algodón de que no estamos, ni mucho menos ante un 'Estado anoréxico' como se empeña en decir el portavoz socialista, Jesús Caldera, es la política de fronteras y la actuación con los inmigrantes. Una política que no se caracteriza precisamente por la debilidad. El Estado puede parecer anoréxico en algunas cosas, pero en otras demuestra una bulimia feroz y no por casualidad lleva, desde Hobbes, nombre de monstruo.

Puede que en efecto, como apuntan los socialistas, haya actuaciones políticas desmayadas, pero en este caso el ayuno, a diferencia de la anorexia en la que responde a un estado de enajenación, es fruto de una voluntad consciente. Cuando se somete al Estado a una cura de adelgazamiento en determinados sectores, no es por anorexia política, sino por bulimia económica, la de aquellos que se quedan con el pastel objeto de la privatización, sea telefónico o energético. Es demasiado sencillo atribuir lo que ha pasado en Gescartera a una enfermedad mental. Resulta difícil imaginar que la pelota del fraude pudiera engordar tanto sin determinadas coincidencias de nombres entre la sociedad, el Gobierno y su partido.

Y aunque el asunto de los dializadores tiene una dimensión nacional y un alcance internacional, posiblemente no sea casualidad que haya estallado en Valencia, dada la manifiesta incapacidad de los gobiernos de Eduardo Zaplana para enfrentarse a las crisis sanitarias, desde los contagios masivos de hepatitis C a los brotes de legionela, desde aquel consejero oficialmente 'incapaz' llamado Joaquín Farnós a este otro, Serafín Castellano, que aunque carezca de certificado que lo acredite, da la impresión de alcanzar en méritos. Bien es cierto que en el asunto de los dializadores se han dado casos en otras partes de España, que el origen del problema parece estar en unos aparatos defectuosos que distribuye una multinacional norteamericana, pero lo cierto es que aquí, como llueve sobre mojado, lo que en otras circunstancias podía ser un desgraciado accidente se convierte en un problema de salud pública.

Así las cosas es legítimo preguntarse si la energía política empleada por los gobiernos de Eduardo Zaplana en la aplicación de fórmulas privatizadoras en la sanidad valenciana (hospital de Alzira, plan de choque, resonancias) se hubiera empleado en el control de la salud pública estaríamos en la misma situación. No es pues un problema de anorexia política, sino de dieta consciente y de bulimia privatizadora.

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