Príncipes
Los príncipes no son constantes. Los monarcas suelen ser esencialmente adúlteros: el mundo está lleno de ésta y de otras muchas calamidades. Las casas reales educan a sus hembras desde niñas a sortear con suprema elegancia los caprichos del amor como quien navega un mar adverso. Se dice que una reina es muy profesional si en una recepción da la mano con idéntica sonrisa a un Nobel de la Paz y a un genocida, si sabe caminar por los escombros de un terremoto con zapatos de tacón fino y besa a un apestado sin torcer la nariz, siempre que una hora después sea capaz de sustituir la expresión de dolor por una sensación de felicidad en una regata. Pero ninguno de estos trabajos marcará el alto nivel de una reina como la forma con que sonría públicamente con simulada complacencia a una de las amantes de su real esposo durante la ceremonia protocolaria de un besamanos. El destino de las hembras reales consiste en ser fecundadas por varones de su misma estirpe con el fin de acrecentar la granja dorada donde se reproducen entre sí las rubias criaturas que el día de mañana serán príncipes y reyes. ¿Pero qué tendrá que ver el amor con el Estado? Nada de nada. No son solubles. La política se halla batida por unas pasiones humanas que apenas se diferencian de los espasmos más crueles de la naturaleza; si a estas convulsiones se suma el azar espermático que da origen a un monarca y a este azar se añade la loca aventura del amor se comprenderá lo que tiene de abismo una boda real. En cualquier monarquía parlamentaria hay una doble carrera de obstáculos: para ser presidente del Gobierno el candidato debe derrotar a un solo contrincante después de muchos debates; para ser jefe de Estado un espermatozoide tiene que vencer a millones de adversarios iguales en la ascensión por una vagina aristocrática hasta coronarse con un óvulo de oro que lo llevará al trono. Si un príncipe elige a su pareja fuera de la granja dorada donde se prepara a las hembras de la realeza se corre el riesgo de que esa novia divina se case enamorada de verdad. En ese caso el Estado estará a merced de unas hormonas. Tal vez un día el amado le sea infiel; entonces por legítimo despecho la amada puede convertirse en un caballo de fuego. Del azar seminal depende que tu rey salga bueno, idiota, inteligente o despótico. Si a este azar se añade un amor convulso que haga masa con la estructura del Estado, los ciudadanos vivirán con emoción, pero deberán llevar siempre los cinturones abrochados.
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